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“La vida no es la misma después de los disparos” | Reprimidos, las secuelas de los agredidos por el protocolo de  Bullrich



“No quiero que me agarre la depresión”, dice Jonathan Leandro Navarro desde su casa de Villa Zagala, en San Martín. Tiene 33 años y desde hace tres meses su vida es otra, ya no juega al fútbol ni va al gimnasio todos los días y sus tareas como empleado municipal se acotaron muchísimo. No volvió a pisar la cancha de Chacarita, su club.

Jonathan Leandro Navarro estaba en su casa cuando tomó la decisión de movilizarse ese miércoles con los jubilados en el Congreso. Escuchó una conversación entre su mamá y su papá en la que comentaban que habían gastado 80.000 pesos en la farmacia por la compra de los remedios que PAMI ya no les cubría. Ese diálogo fue lo suficientemente angustiante para que tomara la decisión, ya había escuchado sobre la convocatoria de los hinchas de Chacarita, en apoyo a Carlos Dawlowfki, el jubilado del equipo “funebrero” que originó el apoyo de otras hinchadas y que finalmente terminó con la brutal represión del 12 de marzo. Cuando Jonathan tomó la decisión no sabía lo que podía llegar a pasar ese día. “Me daba bronca ver cómo le pegaban a los viejos, re cara dura los policías, tenés que ser muy cagón. Y después pasó los de mis viejos y dije: ´tengo que ir´”, recuerda hoy.

Lo que vino después fue la represión ordenada por la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, con las fuerzas de seguridad desbocadas, que dejaron un saldo de 114 detenciones arbitrarias, decenas de personas heridas, periodistas atacados, al fotógrafo Pablo Grillo al borde de la muerte y a Jonathan ciego de un ojo. Con la cara cubierta de sangre y un hielo en la cabeza, volvió desesperado a su casa y al llegar se vió en el espejo y tomó magnitud de lo que le había pasado. Rápidamente se fue al hospital oftalmológico Lagleyze donde lo operaron una y otra vez para intentar salvarle el ojo, del que finalmente perdió la visión. Entonces llegaron las noches enteras sin dormir, amortizadas con ansióliticos, y madrugadas con imágenes y pensamientos en loop: “Me hacía la cabeza pensando en si podría volver a jugar a la pelota, los ruidos de las motos me asustaban”. Lo que quedó es un fundido a negro en el ojo izquierdo del que aún no puede recuperarse.

“Le pongo voluntad porque no quiero que me agarre depresión”, repite. “Ahora estoy anímicamente bien, gracias a Dios, pero no quiero que me pasé lo del hospital, que ya no aguantaba más sin dormir y me quise escapar, hasta pensé en quitarme la vida”. Jonathan mantiene su trabajo, con el que ayuda a sus padres, pero ya nada es lo mismo. Hace tareas livianas, nada que le implique fuerza. Tampoco juega al fútbol, ni va a al gimnasio, tiene varios meses por delante para poder empezar a moverse sin riesgo. “Le pido a Dios que me de fuerzas, me vengo aferrando mucho a él. También me hablan mucho mi familia y mi prima, pero a veces tengo esos segundos. La vida no es la misma”.

Como reveló ayer Página/12, ese día la Prefectura también disparó de manera antireglamenataria. Igual que la Gendarmería, tiraron directo hacia el cuerpo y con el arma horizontal, algo que está prohibido por los protocolos internacionales. Varios videos y las imágenes incluídas en un informe de la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA) confirman que Jonathan recibió un tiro con un fusil que lanza cápsulas con gas pimienta a corta distancia.

Hay dos causas penales por las lesiones contra Jonathan, pero como sucede en muchos de los casos y como viene contando este diario, los juzgados y fiscalías dilatan los procesos. Al recorrido por los pasillos judiciales, se le suman los pasillos de los hospitales, Jonathan sigue con un tratamiento y estudios, aunque no sabe cuál será su futuro: “No me dicen que me pueda recuperar, pero yo quiero tener fe”.

Ese 12 de marzo, además del salvaje ataque a Pablo Grillo que lo dejó al borde de la muerte y del que todavía intenta sobreponerse, también fue atacada Beatriz Blanco, una jubilada de 81 años que cayó en seco contra la vereda después de un golpe de un efectivo de la Policía Federal. Hoy, Beatriz sigue marchando cada miércoles –con la precaución de no quedar en medio de los bastonazos y gases–, esa es una de las pocas actividades que sostiene. Su hija, Paula Hipólito, cuenta que está deprimida y que este mes la tienen que operar de la vista, una intervención que ya estaba programada desde antes, pero que es probable que se haya agravado con el golpe. “Hace algunas semanas que está media depre, le agarró tras de la represión y, encima, días después falleció su hermano. No está bien, pero igual sigue yendo a las marchas”, cuenta Paula.

Beatriz sale de su casa solo para dos cosas, para ir al médico y para movilizarse junto con los jubilados. “Ella sigue con la lucha, pero ya no es con el mismo ánimo de antes. Ya está como cansada y debe tener miedo”, agrega su hija. “No tiene ganas de salir, come poco. Pero mi vieja va a seguir yendo hasta que aguante, esa es la verdad. Aunque no puede caminar bien, ella va con su bastón muy despacito. Ya no se mete en lo que es la manifestación, se queda en una esquina acompañada por una amiga, pero va”, cuenta Paula.

Matías Aufieri perdió la visión de un ojo en una de los primeros operativos represivos de Bullrich y Milei, el 1 de febrero de 2024, mientras en el Congreso se debatía la Ley Bases. Es abogado del Centro de Profesionales por los Derechos Humanos y ese día estaba haciendo relevamientos para el bloque del Frente de Izquierda en Diputados, del que es asesor. Estaba arriba de la plaza cuando un efectivo de la Policía Federal le disparó un balazo de goma a corta distancia. En estos 15 meses Matías tuvo tres operaciones, una de urgencia y otras reconstructivas, pero el daño en el nervio óptico es irreversible. “Es un cambio de vida bastante drástico, sigo acostumbrándome a mi nueva condición”, cuenta.

Matías hace una referencia inevitable con lo que sucedió en Chile durante las protestas estudiantiles del 2019, cuando cientos de personas perdieron la vista por los disparos de los carabineros. “Allá, los heridos, las víctimas de trauma ocular, están agrupados y hablan de que se consideran mutilados. En ese sentido, no obstante todo lo padecido, estoy de pie, acompañando las distintas luchas, en contraposición a lo que quiere el gobierno, que es amedrentar a todo posible manifestante y que el plan de ajuste y de destrucción de Milei pase sin mayores problemas, que se lo naturalice como algo inevitable”, cuenta. Si bien Matias ya no se expone como antes en las manifestaciones por lo perjudicial que puede ser el gas pimienta, sigue su militancia patrocinando a personas que fueron reprimidas.

La situación de Matías y del resto de los heridos demuestra no solo la violencia de las cuatro fuerzas de seguridad y de sus responsables políticos, sino también las deficiencias –o complicidades– de la Justicia. “Les queman las causas contra el Gobierno, nadie se quiere hacer cargo”, denuncia. “En mi causa, en la que se investiga también el caso de decenas de periodistas agredidos, el fiscal que instruyó la causa, Ramiro González, solicitó el llamado a indagatoria de 19 policías del Grupo de Operaciones Motorizadas de la Federal a los que se les comprobó que habían disparado balas de goma, pero después de un año y medio Ercolini planteó su incompetencia. Se pelean por sacarse las causas de encima”, resume.

Los otros casos

Hay un dato que es alarmante: entre enero y mayo de 2025, la Comisión Provincial de la Memoria (CPM) relevó 1231 personas heridas durante los operativos policiales. Una cifra que es comparativamete superior a las 1216 que contabilizaron entre diciembre de 2023 y diciembre 2024. ¿Quiénes son esos miles?, ¿Cómo sigue su vida?

Desde el Plenario de Trabajadores Jubilados, que cada miércoles convoca a la marcha, cuenta que muchos tienen problemas respiratorios producto del gas que les tiran. “Estamos con bronquitis y problemas para respirar. Como estamos sometidos a los gases y sus efectos residuales, se potencian los casos de asma y bronquitis espasmódicas”, cuenta Nora Biaggio, referenta de la organización.

Susana Proe es médica jubilada, tiene 68 años y fue reprimida el 26 de agosto del 2024. Ese día le tuvieron que coser la cabeza con 14 puntos y todavía padece las consecuencias de esos golpes. Tiene neuralgia, unos latigazos de dolor que empiezan en la frente y se esparcen hacia el oído. “A veces siento como si tuviera un hueso roto y que la cabeza se me está reacomodando”, describe.

Durante los dos días siguientes a la represión, Susana tuvo afasia de expresión y no podía entender lo que le decían, sus hijos le hablaban y ella no podía comprender sus palabras. Ahora sigue yendo a las movilizaciones de los miércoles, lo hace con una máscara y no se expone tanto, pero los nervios y la tensión inminente de la violencia hacen que los dolores en el costado derecho de la cara reaparezcan. “Son horribles”, describe. Pero además del golpe, padece las consecuencias de los gases en los ojos y sigue con controles.

Ni los dolores, ni los nervios impiden que Susana siga yendo cada miércoles al Congreso, lo hace con precaución, intentando no quedar cerca de las hileras de escudos que forman las 4 fuerzas federales en distintos puntos de la calle, en un despliegue exagerado en comparación al número de manifestantes. “Lo que vivimos es de una crueldad sin precendentes, pero se entiende que nos quieran barrer a nosotros porque somos el acervo cultural, la resistencia. No solo venimos porque no nos alcanza lo que ganamos, sino por el ejemplo que les queremos dar a nuestros hijos y a las generaciones de trabajadores que siguen”, argumenta. 

Egidio Contreras tiene 74 años y todos los miércoles llega desde Avellaneda al Congreso, lleva colgada en la espalda una whipala, la bandera de los pueblos originarios. Desde que está el gobierno de La Libertad Avanza fue gaseado trece veces, la útima fue el 28 de mayo. “Debo ser una de las personas más gaseadas. No tienen piedad, es difícil de creer lo que te genera ese gas”, relata. Pero no son solo gases, en el operativo del 12 de marzo al menos dos gendarmes le pegaron tres bastonazos en la espalda mientras se manifestaba en Callao y Mitre, le fracturaron la costilla del lado derecho y todavía hoy sigue con dolores. Esa tarde, intentaba escapar de la policía motorizada hacia la 9 de Julio. “Mi mochilita me amortiguó los golpes, sino me hubiesen roto los pulmones, me lo dijo el neumonólogo. Son viles y cobardes, me pegaron de la peor manera”, cuenta Egidio.

“Ellos se habían enojado porque yo les decía que son criminales y porque siempre les reprocho que mataron a Santiago Maldonado y a Rafita Nahuel. Te escuchan y te miran de manera cínica”, dice Egidio, que todavía usa una faja para evitar el dolor. Depende el día, siente las consecuencias de esos garrotazos: “Es un dolor constante”. Dice que “los miércoles vuelve reventado” de las marchas por el peso de la mochila, en la que guarda ropa de abrigo para cuando cae la noche. “Andar caminando y corriendo con esa mochila pesada, me duele muy mucho”, agrega el hombre que el 1 de septiembre cumplirá 75 años y que sigue reclamando a pesar de los gases. “¿Cómo no voy a seguir yendo? Tengo 30 año de lucha y voy a seguir porque nos están quitando día a día los derechos. Yo tengo que seguir luchando”. 

“Las personas quedan con secuelas por varias semanas en el marco de este tipo de hechos de violencia”, explica Federico Schmeigel, director en la CPM, uno de los organismos que como el CELS, por ejemplo, lleva adelante la querella en causas contra Bullrich. A través de los relevamientos que hacen cada semana pueden describir las secuelas de la represión: “Hay más de 30 denuncias penales en Comodoro Py y algunos habeas corpus presentados. Lo que vemos es que los gases han producido un deterioro en las mucosas oculares y problemas en la vista a posteriori. El gas quema químicamente el cuerpo y muchas de las personas que fueron rociadas con estos productos que utilizan indiscriminadamente las fuerzas de seguridad, tienen problemas para dormir los días posteriores. El cuerpo queda en un estado de inflamación muy fuerte. A eso hay que sumarle que hay personas con enfermedades de base como problemas cardiovasculares o cataratas”, detalló.

Al “Chúcaro” Ferreira, de 67 años, le dieron un bastonazo en la cabeza cuando estaba con su hermano, de 72. Forma parte de “Jubilados Insurgentes”, una de las organizaciones que todas las semanas se juntan en el anexo del Congreso. “Vinieron prepotentes, como siempre. Te tiran directamente a los ojos”, describe. Desde ese golpe, no hay mañana en la que Chúcaro no tome un paracetamol de 1 gramo al despertar para mitigar el dolor de cabeza. Llega a tomar tres pastillas por día. 

Pero para él, las secuelas no son solo físicas sino también económicas, cuando lo golpearon hacía 15 días que le habían dado dos pares de anteojos, uno para ver de cerca y otro, de lejos. Le rompieron ambos y tuvo que comprarlos de manera particular, gastó 140.000 pesos, más del 25 por ciento de su jubilación mínima. “El golpe no es solo la garroteada, es desde lo económico, desde la atención médica, es por todos lados”, asegura.

Cuenta que la última vez que fue al PAMI de Ituzaingó, donde vive, “había una señora muy mayor a la que le pidieron la app para que pueda hacer un trámite y ella no tenía ni siquiera celular, no usaba. Le dijeron que si no iba con la app no la atendían. Eso es violencia”, describe. “Eso duele más que los golpes”, resume Chúcaro. 

Estos son solo un puñado de los tantos manifestantes que van los miércoles al Congreso a ejercer su derecho constitucional a la protesta y que, aún cumpliendo con el protocolo que Bulrich quiere imponer, manifestándose pacíficamente y, en varias ocasiones, sin cortar calles, llevan en el cuerpo las marcas de una represión que intenta sembrar el miedo.



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