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Las fuerzas del cielo | A 70 años del bombardeo a Plaza de Mayo 



El odio antiperonista, que en estos días está pasando por una temporada alta, vuelve a la costumbre de proscribir líderes populares. Hace 70 años, protagonizaron el momento más extremo de sus 80 años de existencia. El 16 de junio de 1955, una coalición formada por las fuerzas armadas, los partidos conservadores, la UCR, la elite económica argentina, la embajada de Estados Unidos, la Iglesia y un nutrido grupo de medios de comunicación, se propusieron asesinar al entonces presidente Juan Domingo Perón y a todo su gabinete, protagonizar un golpe de Estado y desalojar al peronismo del gobierno. Sacar del medio al líder para generar desconcierto en todo el movimiento popular y avanzar sobre sus conquistas sociales. Cualquier parecido con la actualidad no es por casualidad.

Para triunfar necesitaban del factor sorpresa, pero esa pretensión se frustró porque una trabajadora los denunció y puso sobre alerta a los servicios de inteligencia del gobierno. Por las actas de los juicios realizados por el Consejo Superior de las Fuerzas Armadas surge que gran parte de la operación fue delatada por la empleada doméstica del teniente de Navío Carlos Massera, piloto naval, hermano de Emilio Eduardo Massera, el Almirante del golpe de 1976.

Un comando civil golpista tomó Radio Mitre y lanzó al aire una proclama: “argentinos, escuchad este anuncio del cielo volcado por fin sobre la tierra argentina. El tirano ha muerto. Nuestra Patria hoy es libre. Dios sea loado (…) En estos momentos, las fuerzas de la liberación económica, democrática y republicana han terminado con el tirano. La aviación de la Patria al servicio de la libertad ha destruido su refugio (…) Ciudadanos, obreros, estudiantes: la era de la libertad y de los derechos humanos ha llegado”.

Florencio Arnaudo, uno de aquellos comandos civiles, entre los que también se encontraba Mariano Grondona, relató años después en el libro El año en que quemaron las iglesias: “El bombardeo tenía que haber comenzado a las 10 y debía durar tres minutos, que es el tiempo que le iba a llevar a la escuadrilla descargar sus bombas. Después de esto, la Casa de Gobierno quedaría prácticamente arrasada. Entonces, la Infantería de Marina por un lado y los civiles que estuviéramos a esa hora dando vueltas por los alrededores, por otro, teníamos que asaltar las ruinas del edificio para matar a Perón”. Fracasado el intento, los golpistas huyeron Montevideo, con excepciones como la del almirante Benjamín Gargiulo, que optó por el suicidio.

La Fuerza Aérea tenía, gracias al apoyo de Perón, los aviones más modernos del mundo. La Marina solo contaba con aviones de rezago norteamericanos de la II Guerra, diseñados para entrenamiento y exploración más que para ser de ataque. Sin embargo, eran fuertes, confiables, y podían lograr su misión siempre y cuando no fueran atacados por los poderosos jets de la Fuerza Aérea. A los marinos les habían prometido que la base de Morón, asiento de estos formidables aviones, sería rebelde. Pero una parte de los pilotos permaneció leal. Ernesto Adradas, piloto de Jet leal, derribó un Texan Naval golpista sobre el Río de la Plata. Pagó caro esa lealtad cuando el golpe triunfó, tres meses después. Perón había sido avisado por cuatro vías diferentes del ataque inminente y se refugió en el Edificio Libertador, sede del Ejército, a solo 150 metros de la Casa Rosada.

Los pilotos, por culpa de las nubes, atacaron a muy baja altura, lo que hizo que muchas bombas no llegaran a explotar. Arruinado el elemento sorpresa, varios cañones antiaéreos esperaban a los aviones. Los pilotos golpistas realizaron maniobras para evitar el fuego defensivo, lo que hizo que muchas bombas cayeran sobre Paseo Colón, en especial una que hizo volar por los aires un trolebús repleto de pasajeros. Aterrizados en Ezeiza, ya tomada por la Marina, se decidió un nuevo ataque conjunto con la fuerza aérea, que ya dominaba Morón, y los aviones que venían de Bahía Blanca. Mientras tanto, la CGT había llamado a los obreros a la Plaza a defender al Gobierno. En lo peor de la batalla se efectuó el tercer ataque aéreo: el más terrible en cuanto a número de víctimas. Al caer la noche los rebeldes perdieron el control de las bases de Ezeiza y Morón y huyeron, con sus aviones gravemente dañados.

Si bien había maneras más simples de cometer ese magnicidio (Perón salía todos los días exactamente a las 5.45 AM de la residencia presidencial manejando su propio auto Cadillac, sin blindaje, acompañado por otro auto con custodios) se buscaba hacerlo de una manera tan espectacular que quitara la voluntad de lucha a sus millones de seguidores. El resultado fue más de 350 muertos y 800 heridos, de los cuales cerca de cien personas quedaron mutiladas.

El dirigente de la UCR, Miguel Ángel Zavala Ortiz, era uno de los que iban a formar el triunvirato de gobierno si Perón caía. Huyó con las aeronaves a Uruguay. Volvió luego del 16 de septiembre y aplaudió públicamente el fusilamiento del General Juan José Valle y los asesinatos en los basurales de José León Suarez. Para vergüenza de los argentinos, el exjefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Enrique Olivera, le puso su nombre a la plazoleta de la avenida Leandro N. Alem y Rojas.

La construcción del olvido comenzó al día siguiente. Los diarios Clarín y La Nación hicieron una amplia cobertura donde mostraron profusamente los daños materiales y dedicaron muchísimo menos espacio a las víctimas. En el mismo tono y enfoque, dos de los principales historiadores argentinos escribieron con los ojos vendados de ideología. Tulio Halperín Donghi, en 1960, relata así la historia: “El 16 de junio a la protesta desarmada siguió la tentativa de golpe militar: una parte de la Marina y la Aviación se alzó contra el gobierno, bombardeando y ametrallando lugares céntricos de Buenos Aires. Esa noche, sofocado el movimiento, ardieron las iglesias del centro de la ciudad, saqueadas por la muchedumbre e incendiadas por equipos especializados que actuaron con rapidez y eficacia: en San Francisco, en Santo Domingo, el fuego se llevó todo, hasta dejar tan sólo el ladrillo calcinado de los muros; las cúpulas, levantadas y rotas por la presión de los gases de combustión, dejaron paso a llamaradas gigantescas”. Preocupación meticulosa por las iglesias quemadas, ni una palabra sobre los cuerpos asesinados. 

Por la misma época, y con el mismo tono, se expresaba José Luis Romero: “Repentinamente, la vieja conspiración militar comenzó a prosperar y se preparó para un golpe que estalló el 16 de junio de 1955. La Casa de Gobierno fue bombardeada por aviones de la Armada, pero los cuerpos militares que debían sublevarse no se movieron y el movimiento fracasó. Ese día grupos regimentados recorrieron las calles de Buenos Aires con aire amenazante, incendiaron iglesias y locales políticos, pero el Presidente acusó el golpe porque había quedado a descubierto la falla que se había producido en el sistema que lo sustentaba”.

La Masacre de Plaza de Mayo quedó impune, los que huyeron volvieron como “libertadores” y un ciclo de violencia se desató por décadas. Ahora que el odio político vuelve a estar de moda, es impactante el alto desconocimiento sobre estos sucesos que tiene el pueblo argentino. No conocemos lo suficiente nuestra historia.



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