En la cárcel hay inocentes. Gente que no cometió ningún delito y que sin embargo cumple una pena. Están encerrados, privados de su libertad, con la vida en pausa y sin saber por qué. A veces sí saben por qué. Tenían que encontrar a un culpable y ellos la pagaron. Cayeron en desgracia. “Víctimas del sistema”, suele resumirse. De un sistema que está compuesto por los actores de la justicia –jueces, fiscales, abogados, peritos– y por presiones secundarias, aunque a veces determinantes. Me refiero a la presión social y a la presión mediática. A veces una movilización de la sociedad es consecuencia de una noticia contada de manera espectacular; y a veces un tema se pone en agenda recién luego de que la gente lo manifiesta en la esfera pública. Da igual, el asunto es que en la cárcel hay inocentes.
¿Cuántos? No se sabe. Hay condenas erradas, pero no hay datos. Y sin datos, no hay diagnóstico; sin diagnóstico no hay política; sin política nada cambia; si nada cambia, las injusticias continúan.
No hay datos en Argentina, pero tampoco en el mundo. La afirmación es grandilocuente y me hace quedar como un perezoso. No lo soy. Fui en busca de Manuel Garrido, exfiscal anticorrupción de la Nación y director ejecutivo y presidente de la fundación Innocence Project Argentina (IPA). Y no se demoró en señalar la ausencia: “Los datos sobre inocentes condenados representan una dificultad, porque es algo muy difícil de medir. No conozco cifras serias en ningún país; precisamente, es un fenómeno que está oculto, con hechos que pasan por abajo del radar”.
Garrido es una rara avis en el espeso mundillo judicial. Una de las pocas personas que siento capaz de decirme lo que luego, en efecto, me dice: “Prefiero no mentir. No tiene sentido lo que pueda llegar a decir”.
El dato es que no hay datos, pero sí hay historias. Las historias de unos que, eventualmente, pueden ser las historias de muchos. Compartir historias sobre las condenas erradas produce alivio. Y también otras sensaciones. Lo comprobé mientras le daba vueltas a cómo arrancar este libro, el 7 de octubre de 2024. Estaba en La Plata, sentado en la séptima fila de sillas de un aula, en el segundo subsuelo del Edificio Sergio Karakachoff de la Universidad Nacional. Esa tarde vi a muchas personas, saludé a otras tantas, pero solo escuché realmente a Marcos Bazán.
Escuchar en el sentido de prestar atención con todo el cuerpo, de abrir la memoria para dejar que las palabras se asienten y se queden. Palabras que me acompañan todavía, que me retumban en los oídos. Una especie de eco que de allí en adelante nunca más me abandonó.
Marcos estaba siendo entrevistado por Mag, de Innocence Project Argentina, que acababa de preguntarle qué le había permitido salir adelante mientras estuvo en prisión:
–Cuando estaba en la cárcel, lo único que me sacó adelante fue el pensamiento de la venganza hacia el sistema judicial, hacia toda la policía, hacia toda la mafia que me llevó preso. Disculpen que me ponga así, pero todavía sigo resentido. En algún momento espero cumplirla.
–Creo que es un sentimiento muy humano… –interrumpió Mag.
–Es lo que me sacó adelante.
–¿El enojo?
–No, no, la venganza.
La justicia tarda en llegar, o bien, en el peor de los casos, nunca llega. Por eso, aunque lo políticamente correcto sea pedir justicia, para aquellos que creen que nunca llega, el único sentimiento posible es la venganza. Si Marcos piensa de esa manera es porque la cárcel en Argentina no cumple el objetivo de reinserción social.
–Cuando uno sale se ve muy limitado, no se termina ahí. Tenés una mancha, tenés que limpiar tu nombre –dice.
¿Por qué Marcos pidió venganza y no justicia? Creo tener la respuesta: puede pedir justicia quien todavía cree que existe. Por eso, la invitación de este libro, en parte, es a creer que la justicia existe para, de alguna manera, poder pensarla.
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Los inocentes constituyen un blanco fácil. A menudo, las pruebas científicas que potencialmente los podrían exculpar no alcanzan para jueces que ya tienen la decisión tomada de antemano. Decisiones que afectan a personas que no son capaces de defenderse; que en última instancia terminan por ceder frente a la trampa del sistema judicial y de los medios; que no son capaces –lógicamente– de soportar el peso que implica la condena social y la condena mediática; estigmas que viajan como piñas que quitan el aire y asfixian a cualquiera.
A Cristina Vázquez, los medios la apodaron “la reina del martillo”. Fue culpada cuando tan solo tenía 19 años por el homicidio de Ersélida Leila Dávalos, sucedido en Posadas, Misiones, en julio de 2001. La sentencia no enfatizó tanto en las pruebas, sino en el estilo de vida de Cristina, de carácter “promiscuo” y “marginal”. Ni huellas, ni ADN, ni ninguna pista que la involucrara con el asesinato. Aunque fue liberada por falta de mérito, en 2007 fue detenida nuevamente y, en 2010, condenada. Nueve años más tarde, la Corte Suprema de Justicia de la Nación afirmó que la condena había sido errónea y la absolvió. Estuvo privada de su libertad durante once años por un delito que no cometió. Ocho meses más tarde, cuando finalmente ya había recuperado su libertad, se suicidó.
(…) La vida es tiempo: si el tiempo se pierde, la vida se pierde. Hay personas que, de manera injusta, observan cómo se consume todo su reloj de arena en prisión. En 10, 15, 20 o 25 años se pueden hacer muchas cosas: casarse, hacer una carrera, tener hijos; divorciarse, dejar una carrera, abandonar hijos. Glynn Ray Simmons casi que no pudo hacer ninguna. Estuvo 48 años en prisión siendo inocente, en lo que constituyó uno de los errores judiciales más impresionantes de la historia de Estados Unidos. Fue arrestado por un robo en 1975 (Oklahoma), cuando tenía 21 años. Aunque lo estaban por dejar volver a su casa, la policía le pidió que participara de una rueda de identificación porque no tenían suficientes personas para armarla. Así terminó acusado y declarado culpable del asesinato de Carolyn Sue Rogers, una empleada de una licorería que había recibido un disparo en la cabeza durante otro robo. Lo paradójico es que Simmons ni siquiera estaba en la ciudad cuando el crimen de la comerciante sucedió; y, luego se supo, ni siquiera había sido identificado en la rueda. En septiembre de 2023 recuperó su libertad y fue declarado legalmente inocente del delito. En un lugar racista e injusto, ser negro y pobre te convierte en un blanco fácil.
Este libro también se refiere a condenas que no cumplen con todas las premisas que debe cumplir una condena ajustada a derecho: la igualdad ante la ley y el debido proceso. Ahora bien, cuando el sistema judicial no funciona del modo en que se espera, ¿hay alguna consecuencia? Y, de manera complementaria: ¿qué puede aportar la ciencia para ayudar a la justicia?
* El libro Inocentes, la ciencia forense en el laberinto judicial será presentado el 5 de septiembre a las 18 en la Sala Borges de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno (CABA). Ya se puede conseguir en librerías y en la tienda digital.
Fuente: Pagina12