Sabíamos de las atrocidades del régimen nazi y hoy contamos con infinidad de testimonios del Holocausto, para que nadie venga a desmentirlo. Ese prodigioso documental de Claude Lanzman “Shoah” de nueve horas y 26 minutos de duración es un documental que a uno lo estremece hasta el sueño. Un documental que nos muestra no solo el horror del Holocausto sino la hipocresía, la mentira y el cinismo de los hombres y mujeres que lo vivieron del otro lado. Un documental que cala hondo en nuestros sentimientos más profundos, aquellos que no nos permiten vernos con sinceridad cada mañana frente al espejo.
Allí los testimonios de los sobrevivientes de los campos de concentración, pero no solo de ellos, sino de sus contemporáneos de apellidos diferentes, de los pueblos y ciudades contiguas a los campos de exterminio; recuerdo especialmente el de uno de Auschwitz que tenía real conciencia de los trenes que llegaban a diario y de los cargamentos de víctimas. Y de su curiosa respuesta ante la requisitoria del periodista diciendo que por aquella época vivían una prosperidad económica que tapaba los rumores sobre el campo de concentración.
Es fácil de imaginarse que tal prosperidad se debía a los dientes de oro y plata y demás objetos de valor que se le despojaban a los destinados a las cámaras de gas, y a las cientos de inimaginables trampas del negocio de la muerte. ¡Una desmesura y atrocidad negada solo por el gesto de la prosperidad! Tal vez algo parecido haya sucedido en los primeros años de la última dictadura militar, y digo tal vez, porque por aquella época estaba detenido en el penal de Rawson.
El resto del mundo recién se enteraría al final de la guerra, aunque los contemporáneos, los que por cercanías lo vivieron, desmienten esa afirmación; como esa otra mujer que, como un último gesto, regresa de visita a Berlín muchos años después. Nos relata cómo los arrancaban de las casas ante la total indiferencia de sus vecinos. La cámara registra un gesto amargo de quien ya ha dejado de creer en la humanidad.
¡Y el genocidio armenio! Durante la primera guerra mundial. ¿Cuántos años tuvieron que pasar para que nos enteráramos, para que se hiciera público? Porque con mis compañeros del secundario, sirios, libaneses, italianos del norte y del sur, griegos, gallegos, catalanes, criollos, judíos ucranianos, convivimos cinco años con dos armenios en el mayor silencio, en la mayor ingenuidad de los juegos y de las chanzas. Éramos todos argentinos, y por momentos dudo si es bueno o es malo ese reseteo de la historia.
Y un día nos enteramos, a pesar de que el gobierno turco lo siga desmintiendo. Lo que me hace pensar de esas palabras atribuidas a Goebbels, miente, miente que algo quedará… fueron acuñadas con muchos siglos de anterioridad
¡Y los pueblos originarios!, los indígenas (cuya raíz semántica explica que significa los nacidos en el lugar)
Y aunque se los ha corrido bien lejos de las zonas productivas, todavía siguen levantando sus banderas, todavía siguen dando vueltas y más vueltas a la plaza reclamando por sus derechos.
Ese es el genocidio que no vimos y del cual somos beneficiarios griegos, turcos y romanos. Y solo nos salva la conciencia no haber apretado la Remington, y colgarle un nombre indígena a nuestra casa de verano.
Pero esos fueron genocidios que no vimos, que no participamos, y con razón nos rasgamos las vestiduras contra ellos, y si hay que juntar firmas, allí está la nuestra, es un decir.
Pero cuando nos toca ahora, cuando vemos todos los días por pantalla a esas ciudades reducidas a escombros, y a esos chicos polvorientos que sacan de ahí, hoy uno, mañana dos, tres, cinco, como cuando sacaban a los nuestros de las llamas de Cromañón, miramos para otro lado, no vaya ser que nuestro corazón se vuelva piedra ante la mirada de Gorgona de los hechos. Porque quién resiste un cuerpo de cera de un niño muerto y polvoriento sacado de entre los escombros, ¿Hay algún silogismo que lo justifique?
Julio Cesar en su De bello Gallico (La Guerra de las Galias) nos deja documentado su incursión por los pueblos transalpinos, por las tribus díscolas que no querían someterse al imperio romano.
Al primer levantamiento, después de una aguda represión, le doblaba los impuestos, pero ante un segundo, los exterminaba sin respetar edades, y a las mujeres las dispersaban por el reino. Los hacían desaparecer como raza, como pueblo, como lengua, con sus dioses, creencias y diversiones.
En la edición comentada por Napoleón Bonaparte, mil ochocientos años después, en notas al margen, destaca la estrategia militar de Julio César, pero rechaza, por no decir repudia, sus métodos de vasallaje.
¿Deberían pasar otros mil ochocientos años para que un general o político victorioso se vuelva a horrorizar?
Las bombas caen a diario y sepultan bajo los escombros a los niños, a las niñas, a sus pelotas de cuero, a sus muñecas, a sus risas y sus cosquillas; esto no debería tener perdón de Dios, y tendría que ser repudiado por cualquier persona decente.
¿Tanta pobreza y miseria que nos rodea nos ha anestesiado? ¿Dónde quedó la compasión? ¿Sepultada entre la basura que día a día revuelven nuestros hermanos?
Por supuesto, hablo de los argentinos, pues día a día veo por la pantalla las movilizaciones en todo el mundo, en los campus de las universidades, en las resoluciones de las Naciones Unidas, en los llamados de Guterres a una paz y a un acuerdo. Solo aquí pareciera hacer efecto el pentotal, alineados con Israel, y esperando que baje la inflación y suban las reservas. ¡Qué vergüenza!
Y miramos para otro lado, y no es noticia, más vale un incendio en el barrio Monserrat, que esos chicos polvorientos que sacan de los escombros; más vale dos motochorros, que esos chicos, que esos muñecos humanos, nuestros hijos, o hijes, como quieran llamarlos, el crimen no necesita de lenguaje inclusivo, sino de hombres y mujeres valientes que se atrevan a nombrarlo.
Euronews, transmitida en diecisiete idiomas (para que a nadie le queden dudas) Euronews la cadena europea creada para disputarle las noticias a CNN y a otras grandes, todos los días muestra chicos polvorientos llevados en brazos, envueltos en mantas, camino a la muerte. Y el llanto inconsolable, y el delirio, los alaridos de las madres, de los padres, desesperados, en un idioma tan igual al nuestro.
Quien quiera oír que oiga, quien quiera ver, que vea.
Y no se trata de estar a favor de unos o de otros; uno abre la Biblia, y el conflicto aparece. ¿Cinco mil años? ¿Cuántos años tiene el conflicto que ni Dios lo ha podido arreglar?
Hace unas semanas se hizo público una carta de los escritores de literatura infantil y de hombres y mujeres de la cultura pidiendo el fin de la matanza. Hubo muchas firmas de toda América Latina; lamentablemente faltaron muchas de la argentina; nombres importantes que también podrían hacer sonar su voz para detener tanta crueldad.
Y ninguna voz se escuchó de los legisladores nacionales, provinciales, y de los municipios. Y ni qué decir de los intendentes, gobernadores y de nuestro presidente de la Nación. Como si tuvieran el corazón de chapa, solo de algoritmos.
Solo se los escucha denunciar a los partidos de izquierda, a los frentes de izquierda, tal vez porque ellos no tienen nada que perder, y los otros están atravesados por intereses económicos y políticos que le amordazan la boca y el corazón. ¡Qué vergüenza!, exclamaría Osvaldo Bayer recordando las matanzas del general Varela en la Patagonia Trágica.
Sin haberlo leído me encanta el título del libro de Juan Bautista Alberdi “El crimen de la guerra” porque en cinco palabras lo resume.
Solo cabe un responso por los niños del mundo, y un perdón, si existiera Dios.
Se trata de parar la matanza de inocentes, nuestros hijos, nuestros queridos hijos, nuestros queridos nietos y nietas. Amen.
* El autor es escritor