“Me hago cargo. Línchenme, mándenme a la hoguera, me arrepiento. Estuve mal, pedí perdón en mil idiomas”, dijo la actriz Gimena Accardi sobre su infidelidad sexual a su pareja Nicolás Vázquez. Parece que usara la ironía, pero lo dice en serio. Construyó su propio confesionario con la doble acepción de la palabra: religioso-moral y también mediático a la manera de un Gran Hermano. Mientras aseguraba que no necesitaba dar explicaciones sobre los rumores en torno a los motivos de su divorcio, salía a darlas.
Usó su espacio de trabajo como streamer en Olga, junto a Migue Granados, para relatar pormenores y revelar la trama subyacente de una ruptura que dejó en shock —y en éxtasis— a la farándula y a las audiencias anónimas de las redes sociales.
El nivel de ferocidad con el que el público ofició de policía de la monogamia ajena marcó el ritmo de este reality/telenovela. Las redes y los medios se llenaron de especulaciones: “¿quién cagó a quién?”, “¿estuvo bien/mal hacerlo público?”, “¿quién es el villano en esta historia?”. Las reglas no escritas de la monogamia son custodiadas por centenares de personas que, en sí mismas, probablemente cargan con preguntas no resueltas sobre sus propias vidas afectivas, en un contexto donde las parejas cerradas y estables a lo largo de las décadas ya no son lo que eran.
“La historia de la sexualidad y el dispositivo de la confesión… Antes se confesaba en la iglesia, hoy se hace en un talk show, en un programa, o en lo que sea. Tiene que ver con la espectacularización de lo íntimo: contarlo todo, que todo el mundo sepa. La intimidad hoy se comercializa.” Así analiza los episodios de esta semana Mariana Palumbo, socióloga, investigadora y coautora, junto a Karina Felitti, del libro Promesas de la revolución sexual.
“Ya estábamos en crisis”
Accardi se repuso a la infidelidad en formato “full confesión”, diciendo —en sus propios términos— que había sido infiel, que la pareja ya venía en crisis, y que en medio de esa crisis tuvo una historia con otra persona. Luego se lo contó a su marido, y no pudieron reponerse. A pesar de todo, terminaron divorciándose en buenos términos.
La pareja Iccardi-Vázquez, que por motivos que no quedan del todo claros —en un medio marcado por la alta rotación sexoafectiva y por la endogamia— se había erigido como prototipo de un ideal que la sociedad contemporánea ama y odia por igual (la pareja romántica “hecha y derecha”, aspiracional, modelo de felicidad), anunció su disolución a fines de julio de este año. La forma en la que los programas de chimentos abordaron el asunto deja a la vista los estándares y las ansiedades que moldean muchos supuestos sobre el sexo y amor en este momento histórico.
Que Accardi se haya sentido en la obligación de dar detalles deja entrever algunas de las fibras que esta historia tocó y sigue tocando: la espectacularización de la ruptura, las audiencias entre sorprendidas y entretenidas pidiendo más y más explicaciones y detalles, y el plus de morbo que despierta la infidelidad sobre todo cuando quien la protagoniza activamente es una mujer.
“Separarse bien”
Las ideas de “separarse bien” versus “separarse mal” (sea lo que sea que supongan) abren otro gran universo de preguntas: el intento de correrse del escándalo, y lo que sucede con quien fue, entre comillas, “el cornudo”. Enunciados más o menos en esos términos, aparecen mandatos que todavía sobrevuelan la masculinidad: ¿qué se espera de ese varón? ¿Cómo se recompone? ¿Qué dirán sus pares? ¿Qué mirada social recibe?
Palumbo vuelve sobre esta idea: “La espectacularización de la vida íntima, de lo privado, de la sexualidad… Lo llamativo es que sea una mujer infiel, algo súper común, pero que públicamente no puede decirse. El espacio de lo público sigue siendo un espacio masculino, y una mujer infiel es vista como una amenaza. Es como si el hombre quedara emasculado, como si no hubiera cumplido con su rol. Y eso, a su vez, activa una cadena de expectativas sobre las mujeres: ‘el tipo se te va por algo que hiciste’. Y si encima es alguien del entorno —alguien que podrías haber sido vos— el golpe al ego masculino es más fuerte. Ahí se da el juego de los espejos rotos de la masculinidad: ¿qué mandato no cumpliste?, ¿en qué fallaste?”
La institución de la pareja, o de la familia, sigue funcionando como una estructura cerrada, en la que si algo pasa “mejor que no se sepa”. Incluso hoy, en un contexto de auge de discursos feministas que cuestionan esas formas tradicionales. Para Palumbo, el revuelo generado por la confesión de Accardi evidencia que sigue existiendo una forma de pánico moral o pánico sexual en torno a la idea de tener relaciones extramatrimoniales: “Como si el solo hecho de tener sexo con otra persona significara automáticamente que ya no amás más a tu pareja. Es llamativo que en 2025 esa idea siga tan arraigada, sobre todo considerando que la audiencia de Olga, se supone, está compuesta en su mayoría por personas jóvenes. Habría que preguntarse si las juventudes realmente están pensando modelos de amor distintos a los de generaciones anteriores.”
Para Palumbo, lo que ocurrió también da cuenta de que en torno a la monogamia sigue funcionando la idea de un “exterior constitutivo”: “Para que la monogamia funcione como institución, necesita la figura espectral de la infidelidad. La infidelidad es algo que está afuera, que no debería entrar, pero al mismo tiempo, genera morbo, hay deseo de que suceda. Por eso tanta necesidad de explicarlo, de contarlo, de saber qué pasó. Es una práctica que muchísima gente realiza, pero que rara vez se blanquea.”
Fuente: Pagina12