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Anatomía de una usurpación suprema



“Ninguno de los tres poderes que presiden la organización social es capaz de causar el número de miserias con que los encargados de la autoridad judicial afligen a los pueblos cuando frustran el objeto de su institución.”

José de San Martín

Desde la Corte Suprema de Justicia de la Nación, como cabeza de un poder de estado, cada decisión -sea por actuar u omitir- replica más allá de las paredes del tribunal. A través de su desenvolvimiento se delimitan derechos, se modela la institucionalidad y, en definitiva, también se proyecta el destino del pueblo de la Nación. Es, por tanto, el sitio donde la palabra alcanza su máxima densidad simbólica y política. Y, como tantas veces, no se trata solo de interpretar una ley, sino de encarnar la legitimidad institucional que sustenta al tribunal. Por eso, quien se sienta desde ese estrado sin el necesario respaldo del orden constitucional, no comete un simple exceso ilícito, sino una profanación.

El impostor que alcanza ese sitial no lo hace con armas ni con estruendo, sino envuelto en los signos del poder legítimo: la investidura, el protocolo, el lenguaje jurídico. Pero bajo esa apariencia se oculta la máxima disonancia: su voz dictará sentencia, inválida de seguro, pero nunca Justicia. Porque cada uno de sus actos erosiona la legalidad constitucional desde su lugar más elevado, introduciendo la ficción en el mismo corazón del sistema. El derecho, en sus manos, se vuelve herramienta de simulación, un poder sin fundamento.

Y es que no hay amenaza más sutil —y más devastadora— que aquella que actúa desde dentro de un templo republicano. El falso juez no solo burla la institucionalidad: la contamina. Su sola presencia desplaza la confianza pública, envenena la legitimidad de las decisiones y deja una marca indeleble en la memoria institucional de los argentinos. Porque allí donde debería haber justicia, solo queda una representación vacía, una máscara investida de autoridad, en rigor, nuda violencia.

Sin dudas no debería llegarse a la extrema ratio de la intervención represiva, pero nace la obligación de recordar que el Código Penal desde el inciso 2 de su art. 246 reprime con privación de libertad al usurpador, y quien continase ejerciendo el cargo debe cesar o, bajo el empleo de la fuerza pública, ser impedido de inmediato de seguir perpetrando su derrotero criminoso.

Cuando el delito se sienta en los máximos estrados, el banquillo del honor -de quien lo tenga, claro- no basta.

Alejandro W. Slokar

Juez y Profesor titular UBA /UNLP



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