Hace unas semanas una tertuliana de televisión aseguraba ante las cámaras: “No quiero a un hombre que la tenga pequeña; mínimo 20 centímetros”. El tamaño era para ella condición “sine qua non” para comenzar una relación. Cabe preguntarse que hará la panelista cuando sólo cuente con el tamaño. ¿Esos 20 centímetros serán un buen acompañante para ir al cine? ¿Resistirán una conversación? ¿Sabrán sostener sus eventuales momentos de debilidad?
Merece la pena detenerse en este episodio como ejemplo de lo que desde hace más de una década algunas psicoanalistas con perspectiva de género han identificado como la progresiva masculinización de un importante número de mujeres, que bajo el paraguas de un supuesto empoderamiento identitario, imitan comportamientos que estaban tradicionalmente socializados a los hombres. Por ceñirnos al ejemplo, este nos muestra una fragmentación del cuerpo del hombre idéntica a la que siempre efectuaron estos al referirse y ponderar el cuerpo la mujer. Algo que se apresura en condenar la tenista Aryna Sabalenka: “No comprendo a esas mujeres que siguen escondidas detrás de los hombres sin dar un paso adelante por sus derechos. Pero comprendo menos a esas mujeres que, aprovechando los nuevos tiempos, se descubren imitando los peores rasgos de la masculinidad”.
La número 2 del ranking mundial de WTA es conocida por su compromiso hacia una “auténtica” igualdad de género. “Para sobrevivir en un mundo donde nos exponemos como productos, es equivocado considerar que para ser iguales a los hombres la conquista deba imitar los peores rasgos del machismo hegemónico”, declaraba al portal de noticias The Sporting News. Tal es su defensa hacia el respeto por su identidad que la bielorrusa, residente en EEUU, no reparó en modales ante la insistencia de un periodista “rosa” empecinado en saber detalles de su vida amorosa: “¿Qué busca? ¿Mi vagina o mi cerebro?”.
La igualdad por la que muchas mujeres luchan, y Aryna Sabalenka es una de ellas, tiene que ver con corregir precisamente la cosificación del otro, sea hombre o mujer, a favor de unas relaciones personales profundas y ricas, donde el semejante no sea considerado un mero objeto, fragmentado, funcional, un producto diseñado para nuestro uso, sino un sujeto con un mundo interior propio que compartir. La igualdad es respeto por la diferencia, es caminar hacia una convergencia de géneros que trascienda los mandatos y los roles hasta subvertirlos.
Caminamos hacia un horizonte donde las bondades de la socialización patriarcal de las mujeres (el cuidado de los vínculos, la atención a los afectos, la empatía, la consideración del otro y la reflexividad afectiva), unos valores que pretendíamos universalizar y exportar a la educación de los hombres, se pierden, en ocasiones, a favor de una masculinización deshumanizante que homogeniza a la baja. Y se pierden, sencillamente, porque esta masculinización que cosifica es mucho más afín a los requerimientos que exige el capitalismo de hoy, financiarizado y digital, que nos quiere meros productos, piezas reemplazables de un sistema que nos precariza afectiva y materialmente.
(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón mundial 1979