En un contexto de reconfiguración global, muchas decisiones que tienen acento local no pueden escindirse de las dinámicas del sistema internacional, donde se disputan recursos, poder e influencia. Esa pugna de fuerzas globales inevitablemente resuena en el plano doméstico.
Por eso, pensar el infame fallo judicial contra la dos veces presidenta y exvicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, así como la persecución sistemática del peronismo, sin atender al tablero geopolítico en el cual se inscriben, resulta ingenuo o funcional. No se trata de un expediente aislado ni de una verdadera cruzada contra la corrupción, en cuyo caso no tendríamos otras causas – más incómodas para el poder económico real – durmiendo el sueño eterno en los cajones de Tribunales. Lo que está en juego, en realidad, es el modo en que la Nación se posiciona frente a esas fuerzas nacionales e internacionales que pugnan por reconfigurar las reglas del juego. Para condicionar ese posicionamiento, los mecanismos se han vuelto más sofisticados.
En América Latina, el fenómeno del lawfare responde al uso del Poder Judicial y la aplicación de la ley penal para interferir de forma directa en la política interna de nuestros países. Opera, concretamente, como un método de intervención diseñado para desarticular proyectos populares sin necesidad de golpes de Estado. Cuando las políticas públicas intentan disputar el patrón de acumulación, modificar el reparto del excedente o ejercer soberanía sobre los bienes estratégicos, se activa un dispositivo de ataque que combina corporaciones, medios de comunicación y jueces. Los intereses son económicos y (geo)políticos. Así ocurrió en Brasil con Lula da Silva, en Ecuador con Rafael Correa, y así ocurre hoy en Argentina.
Esta trama de presión estructural busca disciplinar a funcionarios o líderes políticos que pretenden subordinar la acumulación de capital al interés común de la sociedad. Lo que se intenta preservar es un modelo de acumulación concentrado, que convierte los recursos colectivos en negocios privados y considera cualquier tentativa de redistribución como una amenaza que debe ser neutralizada. El lawfare es eficaz cuando traslada el conflicto político a la esfera penal; ya en ese ámbito, son los jueces amañados los que se encargan de ejecutar la vendetta contra quienes se atrevieron a transformar la Argentina en favor de las mayorías. Pero tampoco hay que olvidar que, antes de tener éxito por la vía judicial, la incesante estigmatización pública está a la orden del día. A Cristina también intentaron silenciarla por otros medios. La bala no salió, pero el mensaje fue claro. Diez días después del intento de magnicidio, Clarín ya adelantaba el resultado del reciente fallo.
No es casualidad que se ataque con tanta saña a dirigentes del movimiento nacional y popular. Detrás de su persecución no solo hay odio de clase y revanchismo ideológico: hay también una voluntad deliberada, sistemática y violenta de desarticular el proyecto de país que ellos encarnan. Uno que busca reducir las desigualdades, al proponer que los recursos de un país sirvan al bienestar de su pueblo y no al margen de ganancia de las élites empresariales, sean nacionales o extranjeras. Uno que en lugar de reducir al país a operar como una plataforma logística de empresas transnacionales, pretende ampliar derechos, favorecer el desarrollo endógeno y aumentar los márgenes de autonomía.
Ante el temor de que la Argentina tenga una alternativa soberana, actores del sistema internacional también participan del disciplinamiento. En las últimas semanas, la directora del FMI, Kristalina Georgieva, mostró un respaldo explícito al programa económico de Javier Milei, llegando incluso a advertir que es muy importante que no se descarrile la voluntad de cambio. Ya no se molestan por esconder su intromisión en la política argentina en favor de gobiernos de corte neoliberal. Vienen de prestarle 44 mil millones de dólares a Mauricio Macri para su reelección fallida. La cuenta con Milei sigue aumentando a paso acelerado. Pero ya no se limitan a imponer condicionalidades desde Washington – que, dicho sea de paso, utiliza la prohibición de ingreso a su país para condenar simbólicamente. Ahora hacen campaña por quienes garantizan su hoja de ruta – esquema de ajuste y desmantelamiento del Estado -, la cual está alineada con las exigencias del capital financiero global.
La congruencia y complicidad de los actores extranjeros y los sectores locales es una parte fundamental del dispositivo de disciplinamiento. Convergen en una misma lógica: extraer valor del país, blindar privilegios y moldear el Estado a sus necesidades. Lo que está en juego no es solo el control de los recursos naturales –cada vez más relevantes para la geopolítica actual-, sino la subordinación del interés nacional a una arquitectura económica pensada por y para el capital concentrado. Esa estructura se impone sin necesidad de debates democráticos: se cuela en proyectos de ley, se escribe en decretos y, cuando es necesario, se impone en fallos judiciales.
Esta semana, una jueza estadounidense -heredera del tristemente célebre Thomas Griesa- acaba de fallar en favor de los fondos buitre y en contra de la Argentina, exigiendo que el Estado entregue el 51% de las acciones y el control de YPF. Con otro disparate jurídico, esta vez dictado desde el extranjero, y una nueva e intolerable intromisión sobre nuestra soberanía, lo que se intenta es revocar por la vía judicial una de las decisiones más importantes de nuestra historia reciente: la recuperación de YPF, la cual fuera aprobada por el Congreso. Si hoy se puede hablar de Vaca Muerta y su potencial es gracias a la determinación de un gobierno que optó por defender los intereses de su país. Ahora nos enfrentamos a la situación opuesta. El gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, lo advirtió con claridad: hay un topo en la Rosada que defiende los intereses de Estados Unidos y actúa como garante del saqueo.
El modelo exportador primario, centrado en bienes estratégicos como el litio, el petróleo o los productos del agro necesita de marcos jurídicos previsibles, sin regulaciones incómodas, que garanticen la mayor rentabilidad y eviten cualquier obstáculo político o institucional. En esa tarea, los inversores son claros: exigen condiciones que muchas veces suponen revisar convenios colectivos, limitar regalías, la posibilidad de arbitraje internacional para resolver disputas entre el Estado y los inversores, entre otras cosas. Es decir, necesitan diseñar un país funcional a su explotación allanando el camino a reformas regresivas que perjudican a la mayoría de los argentinos y las argentinas.
La Cámara de Comercio de Estados Unidos en Argentina (AmCham) sintetiza bien esa alianza. No hace falta más que entrar a su página web y ver las fotos de los políticos y CEO’s que participaron del último encuentro el pasado 20 de mayo. Liderada por el presidente del JP Morgan en el país y bajo el lema Una Argentina competitiva, los presentes definieron qué tipo de país conviene y cuál debe ser descartado. La competitividad se vuelve sinónimo de flexibilización laboral, beneficios fiscales, seguridad jurídica y subordinación política. Todo eso, claro está, para garantizar la rentabilidad de grandes corporaciones – muchas de ellas vinculadas al sector energético, tecnológico y extractivo – ya sea para extraer petróleo y gas en Vaca Muerta, litio y cobre o para el agronegocio. Las élites locales asumen las directivas con entusiasmo, no como imposición, sino como proyecto propio.
Finalmente, y volviendo brevemente al plano internacional, la reciente agresión de Israel contra Irán, repudiada por diversos países por ser una grave violación del derecho internacional y de la soberanía de un Estado miembro de Naciones Unidas, nos recuerda que todo país tiene derecho a defender su soberanía nacional y sus intereses legítimos. La doble vara de la comunidad internacional – la misma que venimos denunciando en el plano local – se vuelve evidente: mientras se toleran o justifican acciones de Estados con poder de lobby global, se criminaliza y sanciona a otros por ejercer sus derechos. Esa lógica de subordinación e hipocresía contrasta con los principios de respeto mutuo y no intervención que deberían regir las relaciones internacionales. Judicializar la política, intervenir diplomáticamente y condicionar económicamente no son hechos aislados: forman parte de una misma matriz de dominación.
Lo que está en juego es el futuro de la Nación. Por eso no alcanza con indignarse: hay que organizarse, militar y reconstruir una fuerza política que sea alternativa de gobierno. Para la felicidad del Pueblo y la grandeza de una Argentina justa, soberana y solidaria.
* Presidente, vicepresidente y vocal de OPEIR (Observatorio del Pensamiento Estratégico para la Integración Regional)