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El compinche que escribía novelas de amor



De pronto un día uno se cansa. Lecturas intimidantes, engaños a granel, esperanzas que se frustran sorpresivamente, el país hecho bolsa por obra y desgracia de la ignorancia brutal de hatos de energúmenos.

Pero son malos sueños que no se cumplirán mientras mantengamos las ilusiones encendidas y renovemos la chúcara seguridad de que los que mandan no van a durar mucho porque las pestes siempre acaban, siempre, algún día acaban, más temprano que tarde.

Dentro de poco harán 5 años desde que murió mi amigo Luis y entonces debo amainar la frustración que cada tanto se configura en el ordenador, donde aparecen personajes 50, 50 y 50, es decir tercio retrógrados, tercio repugnantes y tercio maravillosamente humanos. Y entonces uno escapa, aunque sea un cachito, vamos, que todo resquicio de vida en este país y estos tiempos puede ser una gracia de Dios, exista o no. Y si existe y anda cabrero, pues ya nos dará tortazos o nos enviará a buen y largo recreo. Y acaso no sólo en estas pampas.

Fue, y es, un personaje fraterno y transparente el que enhebra el cronista en este texto. Y difícil también para redactar estos apuntes porque fuimos amigos durante mucho tiempo, muchos años, todas nuestras vidas adultas y aunque él vivía en Gijón, España, y yo en el Chaco, en el Norte Argentino, siempre fuimos pares fraternos, vecinos, cercanos como el día y la noche. Y logramos vernos tantas veces en 40 años que precisar esas veces es imposible.

Hasta que un día la peste lo encontró y nos dejó solos.

Es la primera vez que reflexiono públicamente acerca de él. Media docena de años después de su viaje final, sólo hoy configuro en letras la tristeza que siento ante su ausencia y nomás por nomás, como se dice en México, y qué bien hacerlo aquí y así, por escrito y en este diario que él también leía desde donde estuviese y jamás dejaba pasar ni una, como debe ser.

Para mí Lucho (tal su nombre familiar y de amistad) fue un hermano y también un personaje. Desde el primer encuentro no recuerdo dónde, fuimos amigos de carne y hueso pero también de ficciones. Él vino a visitarme a mi casa a orillas del río Paraná, en la frontera norte de Argentina, y yo lo visité varias veces en su casa de Gijón, España, donde el mundo era más civilizado y entre otras cosas jugábamos al billar y yo preparaba, en el Chaco o en España, el asado que me gustaba mentirle que él no sabía hacer pero gustaba tanto.

Colegas ambos reconocidos en Europa y Estados Unidos, en México y en todo el mundo –él mucho más que yo–, nos queríamos como se aman dos hermanos que comparten el mismo humor, la misma pasión literaria y las mismas opiniones sobre el difícil mundo en el que se supone que sobrevivimos.

Nacido en Chile en 1949 y fallecido en Asturias, España, en 2020 y de Covid, había cumplido 70 años cuando lo pescó la peste. Le dejó a Pelusa, su esposa poeta, y a su media docena de hijos, su obra exquisita y extensa y multipremiada desde 1976.

Su libro más conocido y leído en todo el mundo, y en decenas de idiomas, es la novela “Un viejo que leía novelas de amor”, de 1993, una historia de belleza sublime, apasionante y transparente, que marcó el potente comienzo de su carrera literaria y lo convirtió en un extraordinario clásico contemporáneo.

Pero Lucho escribió mucho más y su excelencia literaria es un camino virtuoso de sonrisas y llantos, de emociones y apasionamientos. “El Mundo en el Fin del Mundo”, “Yacaré” y otras obras de esencia ambientalista lo convirtieron en férreo defensor de la naturaleza.

Entre ellas, me encantan en cierto sentido dos de sus obras que juzgo definitivas: “Historia del Gato y la Gaviota que le enseñó a volar” e “Historia de un perro llamado Leal”. Dos cantos a la vida y al amor, la naturaleza y los animales. Y también su insuperable y bella prosa, y ni se diga de la preciosa “Historia de un caracol que descubrió la importancia de la lentitud“, observesé qué maravilla de título para una tierna historia reflexiva de la necia inutilidad de vivir de prisa, y que es una fábula perfecta para los tiempos acelerados que venimos viviendo en los últimos 20 años, por lo menos.

Quizás también a manera de tregua vital, como nos sucede a tantos escritores y escritoras que necesitamos alivios para el alma, Lucho también escribió poesía y hasta en ese genero chúcaro fue bueno.

Y ahora que lo evoco recorriendo estantes de nuestra biblioteca, reparo en lo que Lucho llamaba simplemente “Cuentos” y recalo nuevamente en las preciosas historias de amistad. Y valoro y agradezco que fue mi amigo y colega más querido, mi compinche fraternal, y declaro que no necesito ni quiero esperar otro aniversario de su muerte. Que intenté imaginar siempre en la habitación impoluta de un hospital de Asturias, España, cuando la maldición llamada Covid empezó a joder al mundo, hace 6 años.

Su partida fue un golpe para mí. Que todavía lo extraño y a veces, en algún sueño o viaje, es como que viene y se sienta a mi lado y empezamos a hacer chistes, y a contarnos chismes y compartir un rato divirtiéndonos como chiquilines en la plaza del barrio.

De Luis Sepúlveda vengo hablando, claro está. Que fue un hombre rudo con alma de niño blando y un amigo incondicional por mucho tiempo, muchos años en los que él vivía en Gijón y yo en el Chaco pero sabíamos amañarnos para encontrarnos y vernos repetidamente cada año.

Esta es la primera vez que lo recuerdo sin excusas pero con las mismas ganas y la ilusión de coincidir en algún congreso de escritores como muchos que compartimos, siempre bebiendo y riendo, siempre seguros de que el otro, el hermano, estaba ahí del otro lado de la mesa y en algún momento compartíamos las anécdotas que tantas veces acababan literatura.

A Lucho se lo llevó el Covid en Asturias y no alcancé a llegar a tiempo para despedirlo y así me perdí su sonrisa de muchachón entusiasta que descubre el universo en los ojos de la chica que le sonrió cuando se miraron.

Alguna vez coincidimos en que no teníamos ninguna gana de morirnos. Nos parecía una putada de la vida que, obvio, no merecíamos. Y también alguna vez hablamos de la muerte, como es lógico en dos escritores enamorados de muertes literarias pero que le rajan a la propia, como corresponde. Los dos teníamos no miedo a morir, pero sí nos parecía un inexorable evento de muy mal gusto, sobre todo porque no pensábamos en lo que hubiera después de la vida, ni cielo ni infierno, y si lo había, caramba, pues a ver cómo y a quiénes se lo contaríamos, qué narrativa sería la nuestra, ya viejos o cadáveres.

“Fíjate que quizás sea mejor quedarnos en el purgatorio y que no lleguemos jamás a ningún cielo”, me dijo una tarde bebiendo tintos y muy serio. Y enseguida salimos del brete con bromas y elusiones que inventábamos porque, la neta, con ese tema no teníamos ninguna gana de ser serios.

Del diario me reclaman cerrar este texto y yo recién advierto que no dije su nombre aunque sé que ustedes, lectores, ya lo adivinaron. Dije Luis Sepúlveda en todo momento y dije Literatura. 



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