La escena aparece sobre el final de I…como Ícaro, la película de Henry Verneiul que narra la investigación de un fiscal (Yves Montand) que busca esclarecer el crimen de un presidente a manos de un tirador que aparece muerto después del magnicidio. La historia semeja la del asesinato de John Kennedy: el fiscal descree de la versión oficial y busca establecer que hubo una conspiración. Descubre una red muy poderosa, capaz de desestabilizar un país (en una analogía con el Chile de Salvador Allende). Para ver qué pasó en ese país lee diarios encuadernados. Y la potente música de Ennio Morricone envuelve las imágenes de protestas y descontento, que no pertenecen a la ficción: son de fines de junio de 1975, en la Argentina.
En la tarde del 5 de junio de 1975, en Buenos Aires, la Cámara de Diputados retomó su sesión del día anterior, en la que continuó el debate sobre la expropiación de los bienes de las empresas que habían manejado los canales de televisión nacionalizados en septiembre de 1974. Durante el cuarto intermedio, en la noche del 4 junio, el nuevo ministro de Economía había anunciado su paquete de medidas. Apenas se había reiniciado la sesión cuando el diputado tucumano Juan Carlos Cárdenas, de Vanguardia Federal, introdujo una moción de orden.
-Señor presidente: los espectaculares anuncios formulados ayer por el señor ministro de Economía, que –si usáramos un lenguaje muy de moda hace poco tiempo-podrían calificarse como el Rodrigazo, obligan, a mi juicio, a replantear muchas cosas, y entre ellas lo relativo a la disposición de los bienes públicos.
Menos de 24 horas después de haberse iniciado una política de shock sin antecedentes en la historia argentina, el programa del ingeniero Celestino Rodrigo ya tenía el nombre con el que sería recordado. La derecha se encargaría de matizarlo como un ajuste macroeconómico producto de la tensión de precios y salarios congelados por el Pacto Social de 1973. La realidad marcó que el Rodrigazo fue un quiebre en la economía argentina: el inicio de la desindustrialización, el final de la sustitución de importaciones en el país y el puntapié para desmantelar el Estado de bienestar. Los días de junio de 1975 fueron el prólogo de los años de José Alfredo Martínez de Hoz, con variables económicas devastadoras para millones de personas en las décadas siguientes.
El contexto
Dicho de manera resumida: la Argentina cambió el paradigma del modelo agro-exportador a los ponchazos con la crisis de 1929, que planchó los precios internacionales. La solución de los golpistas de 1930 fue aplicar medidas estatistas a regañadientes, como la creación de las juntas nacionales de carnes y granos, que regularon los precios internos, y el Banco Central. Federico Pinedo, la mente más lúcida del elenco gobernante, propuso impulsar la industrialización a través de la sustitución de importaciones, para lo cual el Estado debía incentivar a través de la renta agro-exportadora. El proyecto no prosperó, pero sentó las bases del Primer Plan Quinquenal del peronismo.
Con Juan Domingo Perón, se instauró el Estado de bienestar. El Instituto Argentino de Promoción e Intercambio (IAPI) centralizó la renta de las exportaciones de carnes y granos y así se financió la industralización, que se acercó a la etapa de la industria pesada al momento del golpe de 1955. La llamada “Revolución Libertadora” no pudo implementar lo que ocurriría dos décadas más tarde en un gobierno peronista. La Argentina continuó en la senda de las políticas keynesianas, con distintas variantes, hasta que el mundo cambió en 1973.
En octubre de ese año, y a raíz de la guerra de Yom Kippur, los países exportadores de petróleo agrupados en la OPEP suspendieron sus ventas a las naciones que habían apoyado a Israel en el conflicto. El precio del crudo se disparó y la consecuencia del desabastecimiento llevó en Estados Unidos y Europa a la estanflación, la combinación de alta inflación con estancamiento económico. El excedente de capital que se produjo derivó en que los países de la OPEP depositaran el excedente de los llamados “petrodólares” en bancos de Estados Unidos y Suiza. Allí nació el negocio de prestar esos fondos a países de América Latina y África, en el origen de la deuda externa.
A fines de los 70, un segundo boom petrolero hizo que la Reserva Federal subiera las tasas de forma abrupta, lo cual complicó más a los países deudores. La era del capital financiero había llegado. La teoría keynesiana quedaba obsoleta y volvía a escena la escuela liberal, pero recargada. El neoliberalismo hizo pie con su discurso desregulador y privatista, y el mundo entró en la vorágine del rentismo financiero.
Hacia el shock
Al momento de estallar la crisis del petróleo, la Argentina llevaba cinco meses de gobierno peronista. Por el sillón de Rivadavia habían pasado Héctor Cámpora y Raúl Lastiri. Juan Domingo Perón inició su tercera presidencia el 12 de octubre. Desde el 25 de mayo, cuando asumió Cámpora, el ministro de Economía era José Ber Gelbard. El líder de la Confederación General Económica (CGE), que reunía a parte del empresariado, propuso el Pacto Social, que congelaba precios y, tras un aumento salarial, propiciaba dos años de suspensión de las paritarias. El objetivo era derrotar a la inflación, llevar a los asalariados a repartirse el 50 por ciento del ingreso y sentar las bases para un crecimiento sostenido.
Pero el Pacto Social se desgastó por el impacto de la crisis del petróleo. A lo que se sumaron tensiones por los aumentos de precios, que los empresarios justificaban por la suba de los insumos. Gelbard debió enfrentar las tensiones y el propio Perón amagó con renunciar, en las horas previas a su último discurso, el 12 de junio de 1974. Como colofón, estaba la violencia política, que se intensificó tras la muerte de Perón. En rigor, el Pacto Social había quedado incorporado como una herramienta del Plan Trienal, lanzado en diciembre de 1973, que otorgaba un papel gravitante al Estado en la vida económica.
“Perón se tendría que haber muerto diez años antes o diez años después. Nunca ahora”, musitó Gelbard el 1º de julio de 1974, según cuenta María Seoane en El burgués maldito. En agosto, a instancias del ministro de Bienestar Social, José López Rega, se inició en el Senado la investigación por la alianza del Estado con Aluar, que involucraba a Gelbard y al exdictador Alejandro Lanusse en la fabricación de aluminio. Desgastado, y con la violencia creciente de la Triple A, Gelbard renunció en octubre y lo reemplazó Alfredo Gómez Morales, un ortodoxo de la economía peronista que había estado al frente del IAPI a comienzos de los 50. Cuando Isabel Perón lo designó ministro era presidente del Banco Central.
Gómez Morales devaluó el peso un 50 por ciento en marzo de 1975, mientras el gobierno peronista militarizaba Tucumán con el Operativo Independencia y reprimía a la conducción opositora de la UOM en Villa Constitución. El ministro era tironeado por la inflación, las presiones de la CGT por las paritarias y los reclamos del empresariado de la CGE para acceder a créditos blandos. Mientras, negociaba con el FMI.
La presión de los sindicatos hizo mella en Gómez Morales. En mayo, la inflación estaba fuera de cauce y el mercado negro concentraba casi la mitad de las operaciones. Sin margen de acción, renunció a fin de mes y el lopezreguismo tomó por asalto el ministerio de Economía a través del oscuro ingeniero Rodrigo.
Funcionario de Bienestar Social desde mayo de 1973 (era secretario de Seguridad Social), Rodrigo acompañó al ministro en sus actividades esotéricas. De hecho, Marcelo Larraquy, biógrafo de López Rega, vinculó al ingeniero con el grupo espiritualista y masón Caballeros Americanos del Fuego. En marzo de 1973 había publicado Espíritu y revolución interior en la actual sociedad de masas, un ensayo incluido en Cuadernos de cultura espiritual, Número 6, editado por la Asociación de Cultura Espiritual Argentina. Allí se lee: “Hemos dicho que quienes son libres y tienen conciencia individual de ser, renuncian a gustos personales y a bienes prescindibles. Ofrendan su energía no gastándola en forma egoísta y, al potencializarla por su amor puro y sumarla a la de otras almas similares, despierta la conciencia de los hombres y los mueve a construir una sociedad más perfecta”.
El 2 de junio de 1975, Rodrigo fue en subte a la Casa Rosada, donde Isabel Perón le tomó juramento. Al día siguiente asumió el secretario de Coordinación del Ministerio de Economía, el virtual viceministro. Ricardo Zinn era un exponente del pensamiento económico más reaccionario y fue el ideólogo del programa lanzado el 4 de junio. La mesa chica se completó con un economista de 31 años, que había simpatizado con las ideas humanistas de Silo en su Mendoza natal y se acababa de doctorar en Chicago: Pedro Pou, el futuro presidente del Banco Central con Carlos Menem y Fernando de la Rúa. Al igual que Rodrigo, Zinn y Pou también eran influidos por los Caballeros Americanos del Fuego.
Ese mismo 2 de junio, Rodrigo habló por cadena, se refirió a una inflación “desordenada” y anticipó que vendrían “medidas necesariamente severas”. Dos días después, comenzó un ciclo que empobrecería a generaciones de argentinos. Ese 4 de junio, el peso se devaluó en un ciento por ciento, los combustibles aumentaron el 175 por ciento, la tarifa de luz tuvo una suba del 75 por ciento y se puso tope a los aumentos salariales. No era un simple ajuste más. La Argentina entraba en la dinámica del nuevo orden mundial. La estanflación había llegado al país en forma de un programa económico propiciado por el alto empresariado, que había decidido sepultar a la Argentina industrial.
La brutal devaluación produjo una transferencia de recursos sin precedentes en el país, de la clase trabajadora a los exportadores y al sector agrícola-ganadero. Por si fuera poco, dos semanas después, la presidenta firmó un acta de compromiso con la industria automotriz: por dos años no se pagaban insumos de las filiales a las casas matrices, que reinvertían ese dinero a cambio de la liberación de precios. La espiral inflacionaria se volvió incontrolable, con desabastecimiento y un costo de vida que alcanzó el nivel de una hiperinflación. La Argentina se volvió un país expulsivo, con un clima social irrespirable.
Los sindicatos se pusieron en pie de guerra. La UOM negoció un aumento del 130 por ciento. Otros gremios tuvieron acuerdos similares y Rodrigo salió a decir que su plan no resistía aumentos por encima del 45 por ciento. El 27 de junio, el sindicalismo midió fuerzas. La CGT llamó a un paro y movilización a Plaza de Mayo. La viuda de Perón saludó desde el balcón a una concurrencia de 100 mil personas y al día siguiente se produjo el quiebre entre el Gobierno y la central obrera: Isabel no homologó los convenios y dispuso un aumento del 50 por ciento, al que se sumarían otros dos aumentos del 15 por ciento en octubre y en enero de 1976. 80 por ciento en total.
Mayo había cerrado con una inflación del 3,9 por ciento. La de junio fue del 21,1 y en julio saltó al 34,7 para bajar al 22,5 en agosto. El año acumularía una inflación del 335 por ciento. 1973, el año del Pacto Social, había acumulado el 60 por ciento con una suba del PBI del 2,8 por ciento. En 1974 la inflación fue del 25 por ciento y el PBI subió al 5,5 por ciento. La llamarada hiperinflacionaria de Rodrigo y Zinn hizo que 1975 no registrara suba del PBI, que quedó en cero.
Después de días de negociaciones fallidas, la CGT decretó un paro de 48 horas para el 7 y 8 de julio. En el medio, renunció el ministro de Trabajo, Ricardo Otero, y lo reemplazó Cecilio Conditi. El paro se levantó al mediodía del 8 de julio cuando Conditi acordó con la CGT la validez de todos los convenios firmados desde el 1º de junio.
La caída de López Rega
Horas más tarde, hubo movimientos en el gabinete. El más notable fue la salida de López Rega. Una semana más tarde se fue parte del equipo económico. Entre otros, renunció Ricardo Cairoli, presidente del Banco Central. Sus discrepancias con Rodrigo y Zinn eran totales. A las 48 horas se fue Rodrigo, después de un mes y medio demoledor en el cargo. Lo reemplazó Pedro Bonanni. Casi a la misma hora de la renuncia del ministro de Economía, López Rega dejó el país como embajador plenipotenciario. No volvería hasta 1986, extraditado desde Estados Unidos.
En rigor, el monje negro del gobierno isabelino estaba en la picota desde semanas antes de que su cófrade hiciera estallar la economía. Una investigación interna del Ejército desnudó los vínculos del ministro con la represión paraestatal de la Alianza Anticomunista Argentina, la Triple A. Antes que López Rega cayó el jefe del Ejército, Leandro Anaya, al que reemplazó Alberto Numa Laplane. La segunda línea del Estado Mayor, liderada por Jorge Rafael Videla, había hecho llegar el informe sobre la Triple A al ministro de Defensa, Adolfo Savino, que respondía a López Rega, y eso condujo al relevo de Anaya.
El 18 de mayo, el terrorismo paraestatal había asesinado a Jorge Money, periodista de La Opinión. El gremio de prensa respondió con un paro de 48 horas. Días después, asumió Rodrigo en Economía y López Rega debió enfrentar no sólo el frente de la Triple A sino también el del sindicalismo. En las primeras semanas de julio, el abogado Ángel Radrizzani radicó la denuncia sobre las actividades de la Triple A y a López Rega no le quedó otra alternativa que irse del país.
El prólogo de Martínez de Hoz
La gestión de Bonanni en Economía duró unas semanas y lo reemplazó Antonio Cafiero, que duró hasta fines de enero de 1976. El nuevo ministro pasó a ser Emilio Mondelli, que en las pocas semanas al frente del Palacio de Hacienda ensayó un intento de lo que sería la política de su sucesor. Isabel había comprendido que para desactivar la amenaza de ser derrocada había que llevar adelante el programa de los golpistas. El 16 de febrero de 1976, el establishment recibió al recién asumido Mondelli con un fenomenal lock-out patronal, auspiciado por la Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (APEGE), que reunía a las principales cámaras. El ministro tenía en carpeta una mayor liberalización de la economía y más tarifazos, para lo cual quería negociar con los sindicatos (el “no me lo chiflen mucho a Mondelli” de Isabel en un acto en la CGT fue sintomático), y buscaba seis meses de tregua. La respuesta llegó el 24 de marzo de 1976.
37 días más tarde de la huelga empresarial, las Fuerzas Armadas asaltaron el poder y José Alfredo Martínez de Hoz (uno de los organizadores del lock-out) se encargó de perpetuar las líneas del Rodrigazo: reprimarización de la economía y apertura comercial indiscriminada, combinados con salarios congelados y una inflación anual no menor al ciento por ciento. En resumidas cuentas: la destrucción del mercado interno. Y el comienzo de la suba de los índices de pobreza e indigencia. Más allá de la violencia política, el beneplácito de gran parte de la sociedad argentina ante el golpe se asentó en un dato insoslayable: el salario real se había depreciado un 25 por ciento respecto del momento de la asunción de Cámpora.
La faena se completó en febrero de 1977 con la reforma financiera, vigente hasta hoy. A partir de entonces, el sistema financiero argentino pasó a ocupar un lugar preeminente en la vida económica, en desmedro de sectores productivos. La expulsión de trabajadores industriales del sector fabril en vías de ser desarticulado (la “miseria planificada” a la que se refirió Rodolfo Walsh en su Carta abierta de un escritor a la Junta Militar) fue radiografiada así por Alejandro Horowicz en La democracia de la derrota, texto de 1991:
“Entre 1976 y 1982, según el último censo publicado por el Indec, la clase obrera industrial vio reducida su presencia en el aparato productivo en 300 mil plazas. De más de 2,1 millones de operarios, cayó a 1,8 millones, lo que equivale a una merma del 15 por ciento. La merma se vio acompañada de un recorte –a valores constantes- del salario-horario-real, que osciló, según la rama de que se trate, entre el 40 y 60 por ciento con relación al de 1974. Esta disminución en un lapso tan breve no tiene antecedentes en la historia política nacional. Para buscar un momento de salario obrero tan deprimido es preciso remontarse hasta el período 1930-1933. Es decir, las peores condiciones sobre las que se tiene registro estadístico”.
La Argentina previa al Rodrigazo tenía una pobreza del cuatro por ciento, en un contexto en el que pobreza y desocupación eran sinónimos. Medio siglo más tarde, la pobreza se multiplicó por diez y hay trabajadores formales que son pobres.
Décadas de retroceso
El nuevo programa expulsaba así a cientos de miles de trabajadores. Y se revirtió el ciclo distributivo de los años del Estado de bienestar vigente desde el primer peronismo. Cada generación es más pobre que la anterior desde 1975. El reparto del PBI, que bordeó el fifty-fifty en 1974, retrocedió a menos de la mitad para los asalariados. Aquel reparto casi equitativo casi llegó a darse en los años del kirchnerismo, aunque con pobreza de dos dígitos y la mitad del país en la informalidad laboral.
Hernán Neyra, profesor de la Universidad Nacional de Moreno, aporta datos para comprender la magnitud de lo ocurrido. “Si se compara el ingreso del diez por ciento más rico de la población con el del diez por ciento más pobre, la relación era doce veces mayor en octubre de 1974, mientras que hoy es de 17 veces mayor”. O sea, aumentó la concentración de la riqueza.
Otro número a contemplar, a modo de comparación, es el del PBI respecto a Brasil. Hasta mediados de los 50, la Argentina estaba por delante, Brasil la alcanzo y la comenzó a superar a fines de los 60. 1975 fue un quiebre total: “El PBI de Brasil supera los 2 billones de dólares mientras que el de la Argentina no pasa de los 650 mil millones de dólares”, afirma Neyra según datos del Banco Mundial. Vale decir, la Argentina apenas llega a algo más del 25 por ciento del PBI del país vecino.
“Cuando se rompe el mercado interno no es lo mismo que competir con el exterior. El negocio es exportar y después vender acá. El mercado interno es el que paga en serio el valor agregado. Eso cambió en 1975. Entre otras cosas, el Rodrigazo destruyó la capacidad de compra de las alimenticias”, sigue Neyra.
Las crisis posteriores, como el colapso de la tablita, la hiperinflación de 1989 y la caída de la convertibilidad, tuvieron el ADN del Rodrigazo. “Es la misma crisis no resuelta”, apunta Neyra. “La responsabilidad es de la clase rentista, que saca su dinero fuera del país y gana más mientras la mayoría gana menos. La menor participación del salario es estructural a su visión política. Solamente les importa asegurarse fuerte en dólares y gozar de una estructura tributaria laxa. Y el estado de situación no le importa ni siquiera a los que deberían vivir del mercado interno”. En otras palabras: una clase dominante que renunció a ser clase dirigente.
Disciplinar es la consigna
El ciclo abierto hace medio siglo se resume en dos palabras: disciplinamiento social. Desde la estampida de precios de junio de 1975, la Argentina convivió con una inflación anual del ciento por ciento en los años siguientes, salvo en 1980, cuando fue del 88 por ciento y en 1986, cuando fue del 82 por ciento bajo el Plan Austral. Así hasta la híper: quince años traumáticos que desembocaron en la convertibilidad. En el medio: el terrorismo de Estado, Malvinas, los años de la plata dulce y el empobrecimiento paulatino de la sociedad argentina.
En La disciplina como objetivo de la política económica, un texto de 1980, Adolfo Canitrot (que sería viceministro de Economía de Raúl Alfonsín entre 1985 y 1989), analizó la nueva economía argentina de la segunda mitad de los 70. Para la alta burguesía, capitalismo y democracia eran conceptos antagónicos (como lo habían sido en los años 30) y el nuevo país que asomaba con el Rodrigazo era imposible de gobernar bajo el sistema representativo. La transferencia de recursos del sector industrial a los sectores financiero y comercial debilitaba a la clase obrera, ergo, se debilitaba al peronismo, que no tenía contrapeso electoral. Esa sería la victoria postrera de la dictadura: desgajar a la dirigencia sindical peronista de los trabajadores, lo que en cierta medida explica la victoria de Alfonsín en 1983. Ese nuevo orden lo abrieron Rodrigo (fallecido en 1987) y Zinn (muerto en 1995 en el accidente aéreo en Ecuador que también le costó la vida a José Estenssoro, titular de YPF al que asesoraba) y las consecuencias llegan al presente.