La barbarie del 16 de junio de 1955 fue el paso previo al derrocamiento de Juan Domingo Perón, que se consumó tres meses más tarde. Los centenares de muertos de una acción sin precedentes significaron el preludio de la Revolución Libertadora y dieciocho años de persecuciones.
A comienzos de 1955 continuaba la escalada del conflicto con la Iglesia originado meses atrás y que derivaría en la conjura militar para el tercer golpe de Estado exitoso del siglo XX en el país. Los obispos estaban preocupados por el avance del Gobierno sobre las escuelas católicas, que buscaba sindicalizar a los profesores de la educación confesional e instarlos a pedir aumentos que, dado que se habían cortado los subsidios, serían casi imposibles de pagar y provocarían juicios. Y se sumaba que veían a la Unión de Estudiantes Secundarios como competencia de Acción Católica.
Tato y Novoa
Mayo de 1955 fue un mes marcado por los arrestos de miembros de Acción Católica, acusados de conspirar contra el Gobierno. El día 8, Manuel Tato, arzobispo auxiliar de Buenos Aires, dio un paso más en la disputa con un sermón de tinte abiertamente político, en el que reclamó mejores condiciones de vida para la población. La respuesta llegó con la suspensión de la educación religiosa en las escuelas públicas. El 25 de mayo hubo un vacío total del Gobierno en el Te Deum en la Catedral.
El 11 de junio de 1955, los católicos celebraron Corpus Christi con una manifestación que se convirtió en el mayor acto opositor a Perón desde que era presidente. El arzobispo Tato volvió a dar un sermón político. La procesión, a la que asistieron políticos opositores, derivó en una marcha por Avenida de Mayo al Congreso con consignas contrarias a Perón. Horas más tarde, se informó desde el Gobierno que los manifestantes habían arriado una bandera argentina del mástil del Congreso, quemado la enseña y desplegado en su lugar otra del Vaticano. En las paredes del Parlamento hubo una pintada: “Cristo Rey”.
El 15, la tensión llegó a su punto más álgido con la orden de cese en sus funciones y expulsión de Tato y otro sacerdote, Ramón Novoa, a quienes el Gobierno acusó de perturbar el orden público. Tato era una de las figuras más visibles entre los prelados enfrentados a Perón, con invectivas abiertamente opositoras.
El 16 de junio de 1955, el Vaticano promulgó un decreto por el cual se excomulgaba a los responsables de haber expulsado a Tato y Novoa. No se mencionaba a ningún nombre, lo cual más tarde generaría debates sobre si Perón había sido expulsado del catolicismo. Casi a la misma hora, al mediodía, estaba previsto un acto de desagravio por la quema de la bandera: aviones militares iban a sobrevolar Plaza de Mayo.
Conspiración en marcha
La pulseada de Perón con la Iglesia y el desgaste que esta trajo permitieron que se reactivaran las conspiraciones en las Fuerzas Armadas. El conflicto iba a hacer que los militares opositores al peronismo volvieran a la conjura y con civiles, de una manera más organizada que en el fallido intento golpista de 1951. La notable investigación de Daniel Cichero, Bombas sobre Buenos Aires. Gestación y desarrollo del bombardeo aéreo sobre la Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955, sitúa el origen de la acción en mandos de la Armada, volcados al antiperonismo, hacia fines de 1953, cuando la amnistía dejó libres a políticos opositores encarcelados por el Gobierno.
El capitán de fragata Antonio Rivolta, a cargo del Departamento de Adiestramiento del Estado Mayor General Naval, planteó un acercamiento a los partidos opositores, lo que derivó en reuniones con figuras como el socialista Américo Ghioldi y el radical Miguel Ángel Zavala Ortiz.
Para mediados de 1954, los marinos establecieron contactos con el Ejército, primero, a través del capitán Walter Viader. Aparecieron los nombres de Eduardo Lonardi y Pedro Aramburu. El primero no se quiso plegar: no consideraba que fuera el momento y que si no se sublevaba a los blindados ubicados en Parque Patricios el golpe estaba condenado al fracaso. El segundo advirtió a los conjurados que se precisaba un apoyo concreto del Ejército para derrocar a Perón.
Entre los marinos complotados estaba el capitán de fragata Francisco Manrique, que fue enviado como enlace a Puerto Belgrano. Esa base naval de Bahía Blanca fue el corazón de la sublevación en ciernes. A fines de 1954 se puso en marcha un plan secreto, por el cual la flota bloquearía el Río de la Plata con apoyo del Ejército y la Fuerza Aérea con la posibilidad de realizar bombardeos. Un ejercicio llamado “Alcázar”, que se realizó en el mayor sigilo, permitió probar las defensas de la base ante un eventual ataque de fuerzas leales a Perón.
Toranzo Calderón
Al momento de buscar un líder en la Armada consiguieron el compromiso del contralmirante Samuel Toranzo Calderón, subjefe de la Infantería de Marina y, a la postre, el responsable principal de lo que sería el mayor ataque terrorista de la historia argentina. Aramburu le planteó sus dudas al contralmirante, que se mostraba optimista en el triunfo de la conspiración.
De acuerdo a la hoja de ruta que trazaron, y sin tener todavía una fecha, el movimiento iba a consistir en el bombardeo de la Casa de Gobierno para matar a Perón, tomar una radio para que el capitán Viader lanzara la proclama revolucionaria y avanzar con infantes de marina a Plaza de Mayo. Al mismo tiempo, llegarían las tropas del general Justo León Bengoa desde Paraná y se sumarían barcos de la Marina. Si la acción triunfaba, se formaría un gobierno provisional de las Fuerzas Armadas con la presencia de Ghioldi, Zavala Ortiz y el conservador Adolfo Vicchi.
El plan avanzó al mismo tiempo que se intensificaba el conflicto de Perón con la Iglesia. El episodio de la quema de la bandera aceleró la conspiración, si bien Bengoa era partidario de actuar después del 9 de julio, en un intento por estar mejor organizados y con más apoyo. Toranzo Calderón quería entrar en acción el 22 de junio, pero todo se precipitó la noche del 14, cuando los complotados supieron que el servicio de inteligencia de la Fuerza Aérea estaba al tanto de la conjura. Consciente de que podía ser detenido en cualquier momento, el contralmirante fijó la fecha del alzamiento para el jueves 16.
La masacre
A las ocho de la mañana del 16 de junio, el ministro de Ejército, Franklin Lucero, habló con Perón en la Casa Rosada y le sugirió trasladarse a su ministerio por razones de seguridad. Al rato se supo de una sublevación en el aeropuerto de Ezeiza (a través de infantes de marina de Punta Indio, y que pudo ser reprimido, lo cual ayudó a desactivar el alzamiento) y que oficiales insurrectos habían tomado el Ministerio de Marina.
Cuando el General salió de Balcarce 50 no se avisó al personal civil ni se advirtió a la población que no se acercaran a Plaza de Mayo. Las pesquisas de la inteligencia militar dieron con el general Bengoa. Por radio, se anunció que estaba complotado con Toranzo Calderón. Lo detuvieron y lo llevaron ante el ministro Lucero, ante quien negó toda acusación.
Mientras, la aviación naval comenzaba la cuenta atrás. Cerca de las diez y media despegaron de Punta Indio veinte aviones North American AT6, cada uno con dos bombas de 50 kilos de TNT; y cinco Beechcraft AT11, con dos bombas de 110 kilos por unidad. De la Base Aeronaval Comandante Espora salieron tres hidroaviones Catalina. Los diarios habían informado ese día que a las doce se podría ver a aviones Gloster Meteor de la Fuerza Aérea, provenientes de Morón, que sobrevolarían la Catedral. Era un acto de desagravio al general San Martín ordenado por el Ministerio de Aeronáutica. Eso es lo que explica la presencia de las cámaras que filmaron lo que iba a ocurrir.
A las 12.45 del 16 de junio de 1955, tres horas después de haber salido de Punta Indio, el capitán de fragata Néstor Noriega, a bordo de uno de los Beechcraft, dio la orden de atacar y lanzó dos bombas desde su avión. Una impactó en la Casa de Gobierno y la otra cayó delante del Ministerio de Hacienda. Buenos Aires se convirtió en Guernica, la ciudad vasca atacada por la aviación nazi en 1937, en lo que había sido una masacre sobre civiles. Como entonces, iban a morir cientos de personas. La diferencia, que no absuelve en modo alguno a la Legión Cóndor, es que ese ataque fue en plena guerra civil en España. En la Argentina de 1955 no había una guerra.
Tras la primera oleada, los aviones (que en el fuselaje llevaban la inscripción de “Cristo Vence”) fueron a Ezeiza a reabastecerse. Aparecieron infantes que estaban en el Ministerio de Marina y avanzaron para tomar la Casa Rosada. En la avenida Madero, los camiones en los que iban fueron interceptados y se produjo un tiroteo con las fuerzas leales: los Granaderos respondieron desde la Casa de Gobierno y al rato llegaron las fuerzas del general Lucero. Casi al mismo tiempo, los golpistas ingresaron a Radio Mitre y obligaron a la lectura de su proclama, en la cual se anunció que “el tirano ha muerto”.
Siguen los ataques
Los Gloster Meteor de la Fuerza Aérea respondieron al ataque, en lo que fue el bautismo de fuego de la Fuerza Aérea (el arma todavía sostiene que fue en la guerra de las Malvinas). Cuatro unidades se enfrentaron a los aviones navales y derribaron a uno de los North American sobre el Río de la Plata. En una segunda acción, un Gloster Meteor inutilizó un Catalina en Ezeiza y derribó a otro North American, probablemente uno de los que atacara a los efectivos del Regimiento 3 de La Tablada que marchaban hacia el foco sedicioso del aeropuerto.
Sin embargo, no había cohesión en la Aeronáutica y mientras se desarrollaba el combate aéreo hubo una sublevación en la Base Aérea de Morón. Diez Gloster Meteor despegaron con la orden de destruir antenas de radio y se sumaron a los ataques. En el medio, otros cuatro Gloster Meteor fueron enviados a reprimir, pero su comandante, que estaba en la conjura, decidió no entrar en combate. Cuando esa escuadrilla regresó, la base ya estaba en manos de las tropas leales.
Pasadas las 13:30, el ministro de Marina, el contralmirante Aníbal Olivieri, regresó al Ministerio de Marina desde el Hospital Naval (adonde, sabedor de lo que pasaría, había ingresado horas antes del ataque) y se encontró con Toranzo Calderón. Olivieri arribó con dos ayudantes. Eran los tenientes de navío Emilio Massera y Horacio Mayorga. Massera formaría parte de la Junta Militar tras el golpe de 1976 y sería uno de los símbolos máximos del terrorismo de Estado. Mayorga era en 1972 el jefe de operaciones de la Base Puerto Belgrano, de la que dependía la Base Almirante Zar, ubicada en Trelew, en la que se asesinó a 19 presos políticos. Sostuvo entonces la versión oficial de un intento de fuga y aseguró en un discurso: “La Armada no asesina. No lo hizo jamás, no lo hará nunca”.
El ministro no arrestó a Toranzo Calderón y ordenó repeler el ataque de militares y civiles. También mandó un enlace a Ezeiza para ordenar que los aviones navales no atacaran la Casa Rosada sino a quienes rodeaban el Ministerio. Sin embargo, no había nada que hacer y negoció con Lucero la entrega del edificio al Ejército.
La locura aún no había terminado. En una segunda oleada, los aviones atacaron con fuego de metralla el Ministerio de Obras Públicas, el Departamento de Policía y la CGT. Los sindicatos comenzaron a movilizarse a Plaza de Mayo, bajo la creencia de que Perón había sido asesinado. La convocatoria corrió por cuenta de Hugo Di Pietro, a cargo de la central obrera mientras su secretario general, Eduardo Vuletich, estaba en Suiza en la reunión de la Organización Internacional del Trabajo.
La rendición
Apenas se supo que el Presidente estaba ileso, éste ordenó a los obreros que se replegaran, en momentos en que las ambulancias recogían muertos y heridos. Hacia el norte, los aviones también atentaron contra el Palacio Unzué, la residencia presidencial, en Libertador y Agüero, que sería demolida por los golpistas. Una bomba cayó allí, pero no explotó. Otra cayó sobre la avenida Pueyrredón y mató a un chico de quince años y a un hombre que estaba dentro de su auto.
Pasadas las cuatro de la tarde, se produjo la tercera oleada sobre los mismos blancos, tras lo cual los aviones volaron a Uruguay. Varios complotados huyeron en un DC-3 rumbo a Montevideo, entre ellos, el radical Zavala Ortiz. El relato posterior señaló al futuro canciller de Arturo Illia como uno de los tripulantes de los bombarderos, algo que desmintió Roberto Martorano, edecán de Perón.
A las cinco de la tarde, la voz del líder justicialista sonó por radio. Aseguró que la conjura había sido derrotada y que “la Historia no perdonará jamás semejante sacrilegio”. Ponderó la labor del Ejército y apuntó a la Marina, a la que definió como “la culpable de la cantidad de muertos y heridos que hoy debemos lamentar los argentinos”. A esa hora, un Gloster Meteor ametralló la CGT y mató a un dirigente sindical. Poco antes de las seis, Olivieri entregó el Ministerio de Marina al general Juan José Valle, protagonista, un año más tarde, del alzamiento que lo tendría como uno de los fusilados.
Olivieri y Toranzo Calderón fueron informados de que serían juzgados por la ley marcial y se les ofreció el suicidio como opción. Ambos rechazaron un arma para quitarse la vida. No así Benjamín Gargiulo, jefe de los infantes de la Marina. Escribió una carta a su esposa y se pegó un tiro en las primeras horas del 17 de junio. El contralmirante Luis Cornes asumió como nuevo ministro de Marina.
El 17 de junio, se consignaron 156 muertos y 846 heridos. El 18, ya había 89 cadáveres identificados. En su exhaustivo trabajo, Cichero calcula 229 masacrados y 797 heridos tras comparar las nóminas de ingresados en distintos hospitales que se publicaron en los diarios. En 2010, la Secretaría de Derechos Humanos elevó el número de víctimas fatales a 308 y lo consideró parcial, debido a que no se habían podido identificar cuerpos mutilados o carbonizados. El terror del 16 de junio conecta con el de 1976: uno de los aviadores navales era Máximo Rivero Kelly, implicado en crímenes de lesa humanidad durante la última dictadura.
Arden las iglesias y desaparece Ingalinella
La noche del 16 de junio llovía. Perón había pedido en su discurso que los trabajadores se quedaran en sus casas. Pero la ira por la masacre hizo que varios grupos salieran a la calle y buscaran venganza. Hasta horas antes de la masacre, la tensión había sido con la Iglesia. Ahora habían entrado en escena los militares y quedaba claro que las Fuerzas Armadas estaban fracturadas. Perón mismo lo graficó en un mensaje a sus camaradas: “En mi larga vida podré haber delinquido contra cualquier cosa, pero jamás contra los postulados del soldado ni contra nuestra Patria”.
La jornada se iba a cerrar con una imagen dantesca, que el relato victorioso de la Libertadora se encargaría de poner en primerísimo plano a la hora de hablar del 16 de junio, en una operación que invisibilizó la atrocidad del bombardeo. Así como grupos peronistas habían reaccionado dos años antes al atentado en la boca del subte con la quema de la sede socialista y del Jockey Club, la furia se orientó ahora hacia el enemigo declarado desde hacía meses.
Un grupo ingresó a la Curia, junto a la Catedral, destrozó todo lo que halló a su paso y le prendió fuego. También hubo vandalismo en la Catedral, que no ardió. Más tarde, atacaron la capilla San Roque y las iglesias de San Francisco, Santo Domingo, la Merced, San Juan, San Miguel, San Nicolás, del Socorro y la Piedad. Además de saquear los templos, hubo fuego. La Curia y las iglesias de San Francisco, San Nicolás, Santo Domingo y del Socorro fueron las más afectadas por los incendios. Los ataques ocurrieron ante la pasividad de las autoridades.
La policía se preocupó más bien de buscar a partícipes civiles del ataque aéreo, mientras se implantaba el estado de sitio. Hubo arrestos de sacerdotes y la represión derivó en un caso de desaparición forzada. El 17 de junio, por la tarde, la policía de Rosario detuvo al médico comunista Juan Ingalinella. Trabajaba en el hospital de niños de esa ciudad y lo habían cesado por su militancia. Estaba en su casa cuando llegaron agentes de policía. Se lo llevaron como parte de una redada, con otros sospechosos, entre los que estaba su cuñado, Joaquín Trumper.
En la madrugada del 18 de junio, los detenidos fueron puestos en libertad, salvo Ingalinella. Trumper le dijo a su hermano que nunca lo había visto entre los detenidos. La denuncia derivó en que el interventor de la provincia de Santa Fe, Ricardo Anzorena, pasara a disponibilidad al jefe de policía de Rosario y a tres oficiales. A fines de julio se dio por probado que Ingalinella había muerto por un ataque cardíaco mientras lo torturaban. Hubo condenas, pero los implicados fueron liberados tras cumplir dos tercios de la sentencia. Nunca se encontró el cuerpo de Ingalinella.
Perón buscó apaciguar el frente militar. Afirmó que “dejo de ser el jefe de una revolución para pasar a ser el presidente de todos los argentinos, amigos o adversarios”, pero ya había comenzado la cuenta regresiva para su caída. En septiembre, Eduardo Lonardi y el almirante Rojas consumaron el golpe y comenzó el exilio del líder justicialista, con proscripción del partido mayoritario de la Argentina.
Libre de culpa y cargo, Samuel Toranzo Calderón fue designado por Lonardi como embajador en España tras el derrocamiento de Perón. Murió en 1992, a los 95 años.