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Honrar la vida | Página|12



Querido Hugo, alias el Biafra, nunca te voy a perdonar que me pidieras que escriba estas líneas. “Si me voy antes que vos, quiero que vos escribas la nota” me dijiste cuando murió el turco Jozami. Pensé que era una forma rara de elogiar una nota. “No quiero escribir nunca más sobre la muerte de un amigo”, te respondí. No dijiste nada y quedé con cierta inquietud. Después supe que ya tenías el diagnóstico y te quedaba poco de vida.

Lo hablamos por teléfono y fue una conversación triste. No te resignabas, odiabas llevarte como último recuerdo a este gobierno de fachos. Es así, un luchador no se rinde hasta el último aliento.

Es rara la forma como surgió una amistad entre tantas discusiones. Varias veces salí de tu oficina en el diario con un portazo y puteando en arameo. No una, varias. Hemos discutido fuerte a veces por cuestiones de recursos, a veces por contenidos o por otros problemas de los miles que planteaba publicar un matutino político que tenía mucha influencia y poca infraestructura.

Fue una lucha que no imaginamos. El diario, digo. Parecía un trabajo, pero ha sido una lucha con su épica de grandes batallas, algunas derrotas y grandes triunfos. Compartimos esa maravillosa aventura con todos los compañeros, cada uno en su lugar, tironeando de una manta que siempre nos quedaba corta.

Escribí “tironeando” y el predictivo puso “tiroteando”. Cosa e’ mandinga. Pero esta vez no fue tiroteando. Tu papá era militar y vos fuiste catequista y te convertiste en la oveja negra hasta que caíste preso por la militancia en el ERP. Nueve años preso, ocho de ellos en dictadura, de penal en penal. Cada vez que hablaste de tus padres, era puro agradecimiento por la forma como te apoyaron en esos años tan duros. Y de allí salió el libro de “Cartas del capitán”, por tu papá.

Miles de anécdotas de la cárcel, observador y tumbero. Es el libro que faltó escribir. Hubiera sido un gran libro con esas historias. Cualquiera pensaría en cuentos tristes, en tramas dramáticas y para sufrir. Pero desde que empezabas a contarlas, hasta el final era imposible no parar de reír.

Una que me acuerdo fue el día que los liberaron en Rawson, ya en el ’84. La cárcel estaba lejos del pueblo. Eran más de 20 presos. Abrieron el portón de la cárcel y los largaron sin un peso y vestidos con las ropas setentistas con las que habían caido nueve años antes: pantalón de tiro bajo, botamanga anchísima, mocasines, camisas colorinches y entalladas como salidos de una película pasada de moda.

Más de veinte tipos caminando en fila, por el campo, en la oscuridad, hasta que llegaron al pueblo donde querían encontrar un teléfono público para avisar a sus familias, decirles que los habían liberado. Era de noche, estaba todo cerrado, hasta que vieron luces en una casa. Era un salón de fiestas donde estaban celebrando un casamiento. La persona que salió a atenderlos se encontró con esos veintipico de presos setentistas recién liberados que pedían entrar a la fiesta para avisar a sus familias.

El hombre dijo que no podían pasar todos, que eligieran a uno para que use el teléfono y avise. Todos querían pasar, pero al final prevaleció la edad. El cura Santiago Mac Guire había armado un coro en la cárcel, era el más grande y pidió entrar a la fiesta para avisar a las familias.

Los presos se agolparon contra la vidriera para ver al cura cuando hablara por teléfono. Todos querían ver al cura con el teléfono y se apretaban con asiedad contra la vidriera, esa imagen los conectaba por primera vez en muchos años con sus familias fuera de la cárcel, estaban en libertad “Pero en vez de ir al teléfono,—contabas, con un enojo fingido— el cura se puso a hablar con los novios, a tomar champagne, lo queríamos matar, queríamos avisar a las familias para que vinieran a buscarnos, no teníamos un peso”.

Y el cura, nada, como un invitado más del casamiento, hablaba con los padres de los novios, comía sanguchitos, y los presos, afuera, muertos de hambre. Y de repente Mac Guire se sentó al piano, era un gran pianista. Y empezó a tocar la marcha nupcial para que los novios hicieran su entrada triunfal, la que nunca olvidarían. La gente se emocionó con la música gloriosa de ese piano ejecutado con la emoción del cura que recién había vuelto a la libertad. La música emocionó hasta los presos que miraban desde fuera. Los dejaron entrar a todos. Mac Guire los había convencido, entre sanguchito y sanguchito había intercambiado esa marcha nupcial a todo vapor, por el ingreso de sus compañeros. Ese fue tu primer día de libertad. Carajo, cómo extrañaremos esas historias.

La historia del diario parece chica al lado de todo eso. La imagen exterior de un diario es por lo que se publica, por su redacción. Pero fue un esfuerzo fenomenal en todas las áreas que implican sacarlo a la calle. En plena locura de la hiperinflación había que romperse la cabeza para conseguir el papel de cada día. Cada día era un esfuerzo titánico para mantener el diario en la calle. Muchos quedaron en el camino. Todos hemos sido compañeros de esta lucha hermosa.

Otra pasión tuya fue el rock nacional. Soy un ladrillo para los textuales, pero vos tenías memoria de elefante para las letras históricas del rock nacional. Decenas de tapas del diario fueron tituladas con parte de esas letras. Y la definitiva pasión por River, fanático total, socio y con platea, infaltable en los partidos importantes.

No se puede meter una vida en unas pocas líneas. No se puede. Sé que un montón de cosas quedaron fuera. El amor, la familia, la compañera, los hijos y los viejos “presitos” como les decías a tus antiguos compañeros de cada penal donde estuviste. Biafra querido, te llamaron así porque eras flaquito como esos chicos africanos. Tomaste de cada instante todo lo que pudiste, vivir a fondo fue tu forma de honrar la vida



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