En procura de extender su dominio, hegemón puede valerse de sentencias que, desde jurisdicciones remotas, se imponen como dispositivos coloniales de nuevo cuño. La jueza del Distrito Sur de Nueva York -una de las terminales judiciales más poderosas del sistema financiero internacional- benefició la estrategia de los fondos buitre, obligando al pueblo de la nación a pagar con las acciones de YPF, legítimamente expropiadas mediante decisión adoptada por amplia mayoría por el Congreso Nacional, con apego a la Constitución y al interés general.
Así se cumplen, sin retórica y sin pudor, los designios del arquitecto del agiotaje judicial y su constelación especulativa: convertir Vaca Muerta, símbolo del porvenir energético del país, en prenda de garantía de un mercado que sólo procura rentabilidad. Los recursos naturales -aquellos que el artículo 236 del Código Civil y Comercial califica como bienes públicos- son ahora parte de una lógica de desposesión que opera a través del endeudamiento perpetuo, del litigio estructurado y de los jueces a conveniencia.
Aunque lo más alarmante no es sólo el fallo -cuya nulidad absoluta debería resultar manifiesta por vulnerar el orden público argentino, la jurisdicción soberana y la inmunidad del Estado-, sino la renuncia tácita -cuando no explícita- de algunos sectores institucionales, políticos y mediáticos a repudiar esta decisión, a reclamar su ilegitimidad y a oponerse con argumentos y con acción.
Porque mientras el despojo se consuma desde fuera, adentro se despliega otro drama: el de la fractura creciente del Estado, su presencia erosionada por la coexistencia de poderes paralelos y formas de degradación institucional que socavan el bien común. En ese proceso la soberanía se pulveriza en centros múltiples de decisión -muchas veces opacos, otras violentos, siempre desconectados de la comunidad- e impide una respuesta coherente frente al expolio.
En este escenario de depredación externa y degradación interna, se vuelve urgente reconstituir una conciencia jurídica nacional. Porque la sentencia que hoy obliga a entregar un activo estratégico es sólo el síntoma de una enfermedad más profunda: la incapacidad del Estado para actuar como sujeto único y dotado de voluntad soberana. En medio de esa implosión, la represión aparece como el reflejo ciego del poder fragmentado: no se protege la soberanía, pero se reprime el descontento; no se resiste la rapiña global, pero se disciplina al pobre.
Frente a ello, el principio de orden público debe ser reivindicado como trinchera jurídica. Como sostuvo la Corte Suprema en Clarens Corporation, de 2014, no puede reconocerse una sentencia extranjera que a través de una acción individual burla los procesos soberanos. El artículo 27 de la Carta Magna impide que un tratado o decisión foránea vulnere el derecho público argentino. No se trata de una cláusula decorativa: hoy resulta una muralla constitucional frente al sometimiento.
La doctrina nacional es clara e inequívoca. Joaquín V. González -intérprete eminente del constitucionalismo argentino- lo expresó respecto de los poderes del Estado con contundencia inapelable: “en ningún caso pueden comprometer, en forma alguna de arbitraje, el honor, la soberanía y los intereses esenciales de la Nación”.
Para quienes tanto predican las ideas de Alberdi, nunca olvidar algunos señeros pasajes de Sistema económico y rentístico: “El país que no puede costear su Gobierno, no puede existir como nación independiente, porque no es más el Gobierno que el ejercicio de su soberanía por sí mismo (…) Todo país que proclama su independencia a la faz de las naciones, y asume el ejercicio de su propia soberanía, admite la condición de estos hechos, que es tener un gobierno costeado por él, y tenerlo a todo trance, es decir, sin limitación de medios para costearlo y sostenerlo; por la razón arriba dicha, de que el Gobierno es la condición que hace existir el doble hecho de la independencia nacional y el ejercicio de la soberanía delegada en sus poderes públicos. Desconocer este deber, es hollar el juramento de ser independientes y libres, es abdicar la libertad y entregar el gobierno del país al extranjero, o a cualquiera que tenga dinero para costearlo”.
Entiéndase: la defensa de la jurisdicción nacional y de los bienes estratégicos del Estado es una exigencia institucional, no ideológica. Como en 1853, hoy el desafío es doble: resistir la presión extranjera y recomponer el cuerpo institucional fracturado por dentro. Porque no habrá soberanía energética ni dignidad jurídica si el Estado es una suma de fragmentos, si el poder se ejerce sin responsabilidad común, y si el derecho se vuelve instrumento de caranchos globales o de señores locales.
La patria, como su Constitución, no es una mercancía. Se defiende entera, o se la pierde por partes.