A lo largo de muchísimos años, si una adolescente humilde de 14 o 15 años tenía que irse a trabajar a una casa como empleada doméstica (se decía sirvienta), y era atacada sexualmente por el dueño de la casa y muchas veces también por el hijo del dueño, si ella se embarazaba era un escándalo. Considerada una puta, se tenía que escapar y esconder. No podía volver tampoco a la casa familiar.
Nadie lo pensaba como un abuso sexual contra una adolescente. Nadie lo veía como un atropello brutal al cuerpo y al psiquismo de una jovencita vulnerable sometida al poder del patrón.
¿Por qué?
Porque el mundo se miraba desde la perspectiva del varón adulto, protegiendo su prestigio que no se iba a ensuciar; y porque tenía mucho menos costo ante los otros varones, que era lo que importaba, poner la responsabilidad en una “macabra mujer” que seguramente lo había provocado. Y la carne del varón era “legítimamente débil”. No podía resistirse.
Mucha agua corrió bajo el puente. Mucho aprendimos las mujeres pero también los varones con pensamiento crítico para leer las relaciones entre los géneros y las generaciones en clave de poder.
Hoy podemos saber del valor que tiene el relato de esa adolescente cuando puede animarse a expresarlo. Podemos reconocer cuando es consistente o cuando no lo es. También podemos saber de cuántas otras maneras podemos reconocer los efectos de haber transitado o no por vivencias traumáticas aun en los niños y niñas más pequeños, aunque no haya relato verbal de lo padecido. Sabemos leer sus expresiones y síntomas. Es más, muchas veces lo traumático habla más a través de lo no dicho que por lo dicho.
También podemos reconocer en la retractación (primero relatar y luego desdecirse) una estrategia de sobrevivencia por parte de los niños, niñas o adolescentes cuyo ambiente no es receptivo con lo que se animaron a contar, o que los empieza a responsabilizar por las peleas y rupturas que se generaron.
A tal punto que podríamos describir tres momentos:
En el primero se produce la situación de abuso sexual.
En el segundo alguien muy investido afectivamente lo desmiente: “No pasó nada”, “No fue nada”, con el fin de lograr el ocultamiento de la verdad.
En el tercero el niño empieza a desistir de su propia cualificación. Se altera la percepción de la realidad a partir de la presión psicológica, la amenaza, la culpabilización, el retiro de afecto y/o el castigo. La culpa que siente ante quien alguna vez amó mucho y lo defraudó. Y llega la retractación. El niño dice: “No pasó eso que dije que pasó”. Momento clave que confirma que el abuso sucedió.
Hemos avanzado mucho en registrar lo minucioso de los mecanismos por los cuales el psiquismo infantil o adolescente puede intentar defenderse frente a los desmoronamientos que el trauma provoca.
Y mucho aprendimos de cómo el Poder es profundamente conservador e intenta que el mundo siga siendo mirado desde la misma óptica en que era leído antaño, cuando nadie entendía el abuso sexual contra una adolescente o una niña como un abuso. Y hacía lecturas que protegían el honor del señor varón.
Ni más ni menos que esto es la Ley de falsas denuncias que hoy nos quieren imponer. Desarmar todo lo que se avanzó en términos de reconocer las violencias sexuales en su mayoría perpetradas por padres, padrastros, tíos y abuelos. Y amenazar con años de cárcel a las madres que las denuncian para que no se animen más a hacerlo.
Quienes trabajamos con situaciones de abuso sexual sabemos que son mínimos los casos en los que se denuncia falsamente, y que se pueden reconocer y detectar cuando se trata de algo inconsistente.
No es necesaria una ametralladora para matar un mosquito.
Susana Toporosi es psicoanalista de niños, niñas y adolescentes.
Fuente: Pagina12