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La calle se acerca a su punto de ebullición



La calle se recalienta cada vez más. Es como el hervor de una pava cuando se acerca a su punto de ebullición. Las voluntades dispuestas van en aumento para juntarse en una avenida, un parque, un puente o una esquina a protestar contra este gobierno hambreador. La sensación térmica que provoca el frío glacial va dejando paso a otra de orden social. Se ve frente al Congreso, la Plaza de Mayo o cualquier otro punto de nuestra extensa geografía. No se trata de cuántos protocolos anti-piquetes ejecute el Ministerio de Represión de Patricia Bullrich al que ya sería hora de cambiarle la nomenclatura. Sus recargados dispositivos de seguridad se volvieron tan brutales como ineficaces. El fotoreportero Pablo Grillo los documentó con su lente sensible y su propio cuerpo cuando quedó al borde de la muerte. Una bomba de gas lacrimógeno le estalló en la cabeza. Por fortuna, su salud mejoró.

Los operativos consisten en una sobreactuación de gases tóxicos, palos y coreografías de uniformados. La gente de a pie ya les perdió el miedo. El terror que pretenden desparramar no la paraliza. A mayor despliegue de fuerzas federales, mayor es la caricatura militarizada. Una hipérbole que ridiculiza la desproporción que existe entre el método coercitivo empleado y una movilización pacífica de trabajadores activos, jubilados, estudiantes o personal del Hospital Garrahan. La filosofía de este gobierno puede sintetizarse en “la razón de las bestias” –con perdón de las bestias–, como decía Cicerón.

Buenos Aires es la Meca de las movilizaciones en el mundo y no es de ahora. Hubo en dictadura y hay, y habrá, en gobiernos constitucionales que degradan la democracia como el actual. Solo comparable con aquella París del Mayo francés de 1968 o las más recientes marchas de ese fenómeno llamado Chalecos Amarillos o del Movimiento de Indignados en España.

La dinámica continua de un pueblo autoconvocado y dispuesto a caminar las calles se adquiere en la práctica concreta. Es inversamente proporcional a la anestesiada capacidad de la mayoría de los dirigentes para conducir y dar la cara.

El momento crítico que vive la Argentina ya no admite soliloquios ni actitudes tibias, inofensivas. A medio camino entre la pasividad de cualquier burocracia –la sindical se destaca– y el voluntarismo de políticos bien intencionados. En la calle no se los ve. En la televisión, sí. Las excepciones de quienes caminan junto al pueblo escasean.

Hoy a los argumentos habituales de la opresión, que transformó en irrespirable la vida de cada ciudadano vulnerado en sus derechos, se suma una constatación preocupante. Los primeros indicios de espionaje. El control orwelliano que pretende instalar este régimen de extrema derecha ahora tiene su nuevo andamiaje jurídico en la reforma de la Policía Federal. Una decisión que no pasó por el congreso, muy propia de una dictadura.

Ya se produjo un caso en la Universidad Nacional de las Artes (UNA) con la detección de un servicio de inteligencia de la Policía Federal en mayo pasado. La denuncia se presentó en Comodoro Py contra un agente encubierto llamado Ramón Alberto Molina que olvidó un morral en la UNA con una credencial a su nombre. Estás prácticas no son novedosas. Durante el gobierno de Mauricio Macri en la ciudad de Buenos Aires se espió al dirigente de la comunidad judía Sergio Burstein –el caso se judicializó en la causa de las escuchas ilegales– y en su presidencia ocurrió otro tanto con los familiares de las víctimas del hundimiento del submarino ARA San Juan. Los infiltrados volvieron recargados ahora.

Al interior de la fuerza que responde a Bullrich se creó el Departamento Federal de Investigaciones (FDI), que tiene cierta pretensión de parecerse al FBI de EE.UU. En el acto donde se montó esta mise en scène, el presidente Milei declaró sin sonrojarse: “Vamos a aprender de los mejores. Vamos a aprender de Estados Unidos. Vamos a aprender de Israel”. Se olvidó de mencionar al Mossad, uno de los más eficientes servicios de inteligencia del mundo hasta el 7 de octubre de 2023 cuando comandos de Hamas cruzaron la frontera de Gaza hacia Israel en parapentes. ¿Nadie los detectó? Fue extraño.

Este momento distópico a nivel internacional derrama malas noticias todos los días a escala local. Puesto al servicio de una minoría, el aparato del Estado ha sido colonizado por el capital concentrado. La casta libertaria que le hace los mandados se entusiasma con su batalla cultural en pleno desarrollo. Una batalla contra el pueblo que se está desperezando y que empezó con más frecuencia a ocupar la calle. Ese significante poderosísimo de nuestra cultura popular. El gobierno lo sabe y reprime cada día con más fiereza la protesta. Porque su efecto es contagioso y si ésta se vuelve duradera puede modificar la correlación de fuerzas.

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