La causa que investiga la muerte del joven Diego Fernández Lima llega a un punto decisivo: ¿Cómo avanzar cuando la legislación argentina establece la prescriptibilidad de un hecho penal ocurrido hace 41 años? Los huesos del adolescente que estaba desaparecido desde el 26 de julio de 1984 fueron encontrados el 20 de mayo pasado, mientras unos albañiles removían el suelo de una casa sobre la Avenida Congreso en el barrio porteño de Coghlan. Los identificaron formalmente en los primeros días de este mes, luego de cotejar el ADN de los restos óseos con el de su madre. Según el Equipo Argentino de Antropología Forense, la osamenta mostraba indicios de distintos ataques con objetos cortopunzantes, algunos de ellos con la víctima aún en vida, otros presumiblemente después, acaso con la necesidad de reducir el cadáver. Sin embargo, el cuerpo de Diego fue enterrado a las apuradas, con prendas varias de ropa, desde un pantalón de jean marca UFO hasta el corbatín que formaba parte del conjunto escolar con el que asistía a la entonces Escuela Nacional de Educación Técnica 36 de Villa Ortúzar. Muchas encrucijadas para un caso que alcanzó altísima resonancia en la opinión pública pero, de momento, presenta más misterios que certezas.
El único sospechoso
El letrado Martín López Perrando, a cargo de la Fiscalía en lo Criminal y Correccional 12 que lleva adelante la causa, analiza citar a declarar a Cristian Graf, de momento el único sospechoso, aunque imposible de ser imputado por los plazos propios que el Código Penal Argentino establece para condenar estos homicidios. Los argumentos, de momento, son dos: es uno de los ocupantes del chalet sobre Avenida Congreso 3742 donde fueron hallados los huesos y, a su vez, era compañero de Diego Fernández Lima en la entonces ENET 36 sobre la calle Ballivian, tiempo después trasladada al barrio de Saavedra. Muchos se preguntan a qué se debe la demora en la citación, cuando los caminos conducen a una misma dirección. La fiscalía trabaja en ese sentido con cierto hermetismo a pesar de la filtración de información y cierta presión social por conocer la autoría y el móvil de un crimen espeluznante, digno de una ficción de plataformas (algunos recuerdan “Unfortgotten”, serie británica en la que un caso se devela cuando aparecen huesos tras la demolición de una vivienda).
Lo concreto de todo esto es que el hecho se fue dilucidando casi que por obra de casualidades, luego de que los padres de Diego intentaran que se investigara pero sin respuesta alguna de las instituciones oficiales: la misma noche en la que su hijo de 16 años no regresó a la casa familiar en Villa Urquiza, Juan Benigno y Pochi acudieron a la Comisaría 39 y el oficial a cargo de la mesa de entradas los desalentó a que efectuaran la denuncia con el argumento de que seguramente se había ido con una chica y ya volvería. Al otro día se dirigieron a la división de Búsqueda de Personas Desaparecidas y les contestaron que tan solo en ese año habían recibido tres mil casos similares, una manera bastante descarnada de hacerles saber que ubicar a Diego era lo mismo que encontrar una aguja en un pajar.
El dolor de la madre
Pochi estuvo varios días sin dormir, apostada en el balcón de su casa a la espera de que su hijo volviera. La ilusión del regreso fue tal que jamás quiso dar de baja el teléfono de línea, incluso cuando las empresas prestadoras de servicio dejaron de imprimir y repartir las guías con los números de sus abonados: imaginaba que algún día su primer hijo varón la iba a llamar. Juan Benigno, en tanto, falleció en 1991, atropellado por una camioneta sobre la Avenida Congreso, la misma en la que este año se encontrarían los huesos de Diego. Solo la atención de algunos medios de comunicación gráficos de la época permitieron darle voz a la desesperación de la familia. Gracias a esos registros hoy se puede tomar real dimensión de todo lo que hicieron para encontrarlo.
Hasta la aparición de los huesos, restos de indumentaria y objetos en la parte baja de una medianera mientras albañiles removían el suelo para colocar los cimientos de un futuro edificio, el único registro que había sobre Diego Fernández Lima más allá del beso que le dio a su mamá al despedirse aquella tarde del 26 de julio de 1984 era el que aportó un compañero de él en Excursionistas, club donde jugaba al fútbol y que este sábado lo homenajeó en el entretiempo del partido contra UAI Urquiza por el torneo de la Primera B Metropolitana. Ese amigo contó que iba en una unidad de la línea 133 y desde el colectivo asomó la cabeza para saludarlo después de identificarlo caminando por la calle. Era por Monroe y Naón. Ese dato que parecía perdido en el tiempo ahora resultó fundamental: un sobrino de Diego empezó a atar cabos después de unas notas en Página/12 sobre el hallazgo de esos restos óseos en Congreso y Washington porque la descripción que el EAAF hizo acerca del perfil identitario de los huesos coincidía con el de su tío y porque, dato no menor, el chalet en cuestión está a apenas cuatro cuadras de esa esquina en la que había sido visto Fernández Lima. Otro elemento clave fue la aparición junto a los huesos de un reloj calculadora Casio, el mismo que el joven lucía en las últimas fotos que se tenían de él.
La resonancia mediática
La mención del músico Gustavo Cerati como morador de la casa en la que se estaba realizando la obra ayudó a que el tema adquiriera mayor resonancia de la habitual. Los huesos aparecidos debajo de la medianera vegetal (una ligustrina tupida) estaban técnicamente en la vivienda contigua. A pedido del sobrino de Diego, el autor de esta nota en Página/12 lo vinculó con el Equipo Argentino de Antropología Forense y así se terminó encastrando la pieza que faltaba para poder comparar el ADN registrado en los huesos de alguien descripto como un joven varón, con el de una familia que buscaba a alguien de idénticas características desde hacía 41 años por la zona adyacente al chalet de Coghlan. A la semana aparecieron los resultados y la causa entonces tomó nueva dinámica, ya que como en un efecto dominó se fueron sucediendo más precisiones. La primera de ellas la aportó un compañero de Fernández Lima en el ENET 36 que ahora vive en México y pidió ser vinculado con la fiscalía que investiga el caso para declarar: aseguraba que en el domicilio en el que fueron hallados los restos vivía un compañero de ambos apodado “Jirafa”. Se refería a Cristian Graf.
Graf tuvo por lo menos dos contactos con los albañiles que estaban trabajando en la casa lindera. El primero fue cuando estos averiaron un caño maestro que dejó sin agua a toda la manzana, generando cierto malestar porque en esa propiedad vecina también vive la madre del ahora sospechado, una mujer de avanzada edad que por esa rotura no podía asearse. El segundo contacto se produjo tras el hallazgo de los huesos: según comentó un obrero, Cristian Graf esbozó algunas hipótesis como que, por ejemplo, podría tratarse de cuerpos enterrados en el siglo XIX cuando allí funcionaba una capilla, o bien que esos restos aparecieron dentro de una camionada de tierra que la familia había adquirido para hacer en su patio una pileta.
Con todo, la familia de Diego Fernández Lima analiza qué estrategia jurídica llevar adelante en un caso delicado mientras, en simultáneo, procesan un duelo difícil de digerir. Y, sobre todo, saber qué fue lo que pasó con él, por qué lo mataron y qué movilizó a tan espeluznante desenlace en el parque de los Graf, familia que durante 41 años guardó un secreto que ahora reclama ser develado.
Fuente: Pagina12