Los clubes argentinos son un ejemplo notable de lo que el dinero no puede comprar. Un límite, una barrera contra la mercantilización de bienes ajenos. Porque son de los socios, sus hinchas, sus familias, de los estudiantes que asisten a sus escuelas, de los chicos pobres que sin poder pagar la cuota reciben una beca para la colonia de vacaciones, de los indigentes que se alimentan con un plato de comida caliente en invierno. Los clubes son de puertas abiertas y patrimonio histórico de nuestra cultura popular. Son producto de una construcción colectiva y no de una SA, multinacional del juego o la banca offshore acostumbrada a la timba. Representan lo que Milei, Macri, Caputo y Sturzenegger detestan. Un proyecto asociativo y colectivo. Les quieren poner bandera de remate, pero por ahora no pueden. Dan un paso adelante y retroceden dos.
Estos personajes sintetizan los peores valores de la posmodernidad, del deme dos, del take away, de la pretensión forzada de que todo tiene precio. Aun de lo que es privado y no les pertenece. Se manejan en jauría. Simbolizan la pérdida de la conciencia histórica, la ignorancia supina. No saben quiénes fueron los hacedores de semejante obra. Argentinos nativos, inmigrantes, hijos de un proceso civilizatorio que les dio a los clubes formato social, sin fines de lucro, donde el capital no está vedado ni mucho menos. Una falacia que el gobierno pretende imponer sin éxito y como catecismo parroquial. Apenas lo consiguieron con algún monaguillo aislado como el Kun Agüero.
Tienen el poder pero vienen perdiendo la batalla por la subjetividad del socio o hincha promedio. Se sabe: la pasión no se lleva bien con los intereses. Un célebre economista alemán de origen judío, Albert Hirschman, sostenía que entre ambas cuestiones “había una tensión formidable”. Si viviera – falleció en 2012- debería haberlo consultado la entente gobernante. Pero en los círculos libertarios no pierden el tiempo. Están fanatizados en su guerra cultural contra los zurdos colectivistas como el Chiqui Tapia o Román Riquelme.
Los patrocinadores de las sociedades anónimas deportivas (podría cambiarse la última palabra de su acrónimo SAD por depredadoras) vienen perdiendo, decíamos, y hasta hacen el ridículo. El 13 de julio pasado, el presidente Milei había teorizado con un mal ejemplo sobre el futuro de los clubes que no se alinearan con su proyecto. Dijo: “Supongamos que ingresan las SAD a Independiente y empieza a ganar todo, y Racing no gana nada. Vamos a ver después qué deciden los socios de Racing cuando pierden todos los partidos. ‘Ay qué alegría, no soy sociedad anónima pero pierdo siempre contra Independiente’”. La bufonada le salió por la culata.
Mientras el equipo de Gustavo Costas todavía no había terminado de dar la vuelta olímpica en Asunción cuando ganó la Copa Sudamericana, Milei ya era un meme. Los hinchas lo tomaron de punto y uno de ellos, el líder piquetero Eduardo Belliboni, le recordó la analogía con la crisis del 2001, la caída de Fernando De la Rúa y el título de la Academia ese año. “En 2024 Racing hizo lo suyo…”, posteó con una foto desde el Cilindro de Avellaneda.
La última derrota moral del presidente ultraderechista se dio en la Cámara de Diputados. Hasta sus aliados del PRO se abstuvieron cuando la oposición votó la media sanción de una ley que regula las apuestas de juegos virtuales. Los libertarios quedaron en minoría y ahora esos ingresos peligran sobre todo para la selección, Boca y River, que tienen de sponsors a empresas del rubro.
Pero Milei está dispuesto a vetarla. Pese a que las ciberapuestas ya son una adicción comprobada en los niños y adolescentes, y que además estimulan los resultados amañados. Un ejemplo. Se abrió una investigación contra jugadores de Godoy Cruz en Lotería de la ciudad de Buenos Aires por dos partidos que el equipo mendocino disputó en la capital.
Pareciera que la economía de mercado debe pasar a una fase superior, la sociedad de mercado. Donde no metan la nariz incómodas presencias moralistas y que practiquen la igualdad de oportunidades. Lo que se busca es abrirle las puertas al gran capital para que se apodere de la parte más rentable: el fútbol. Una pasión de multitudes que jugada solo por sociedades anónimas no pasaría de un torneo empresarial sin convocatoria. Sería todo un desafío si se animaran a hacerlo sin los colores de las camisetas que intentan colonizar.