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Otra de submarinos y Popeye no se rinde



También en materia naval, y de compras de los Estados, siempre hay intereses que ofertan y en ocasiones hasta amenazan con represalias. Como en la vida, en la política y la industria no se pasa del amor platónico de las cartas de intención a los contratos carnales, que suelen producir disgustos de letra chica. Por eso es imposible, al menos por ahora y para esta columna, saber el destino exacto, o la suerte, de los tres submarinos que estarían construyéndose en Francia para la Marina Argentina.

Puede que sí, como puede que no, lo único cierto y verdadero es que la Argentina está en bancarrota y no puede destinar U$ 2.000 millones a tres naves hechas íntegramente en Toulon, Francia, y dejar aquí desmantelada la flota de superficie, ni clausurar para siempre la Aviación Naval. Como tampoco puede dejarse sin reequipamiento al Ejército y a la Fuerza Aérea.

Lo que sí parece claro ­—reitera Popeye, informante inclaudicable— es que toda la política de defensa del gobierno de Milei parece basarse en dos mentiras: la primera sería como una entrega de cheques en blanco (pero sin fondos) a unas fuerzas armadas que desde la derrota de Malvinas vienen perdiendo casi todos sus activos por decrepitud, falta de mantenimiento y el cierre deliberado de astilleros, fábricas de aviones y el enorme complejo de plantas industriales de Fabricaciones Militares que alguna vez tuvo este país. Y que Menem y Macri aniquilaron, como ahora Milei.

La segunda gran mentira de la política de Defensa actual sería la reciente derogación por decreto de la ley del FONDEF (Fondo Nacional para la Defensa) que es de 2018 y hasta el año pasado juntaba unos U$ 500 millones. A cambio, a las cúpulas militares Milei les habría ofrecido canilla libre para compras.

Es claro que es razonable pensar que las cúpulas militares han de desconfiar, por lo menos, de los platos que Milei y su ministro de defensa, Luis Petri, les vienen cocinando a las Fuerzas Armadas. Que no apuntan a un rearme sensato del país, sino a versiones sólo bendecidas por la OTAN, celebratorias del desarme de la Argentina y en todo caso para endosarle misiones minúsculas en alguna de las guerras que siempre inventan.

Lo cierto es que al actual supuesto rearme –apunta Olivio, incontenible– ya lo están haciendo de modos perversos: uno, mediante la compra de chatarra de la OTAN, como los viejos F-16 con 44 años de antigüedad, militarmente inútiles y que sólo servirán para desfiles o eventuales golpes de Estado; y dos, mediante el total desacople entre el PBI y el presupuesto de Defensa, que la ley del FONDEF trató de unir. Ya hay expertos que auguran que el resultado de todo esto sólo puede ser la reinvención de una alta oficialidad autista, oligárquica y ajena a toda industria, y por eso mismo adicta al presidente pero no a la Constitución Nacional.

Lo cierto es que los viejos y pésimos resultados están de nuevo a la vista: hay informes que aseguran que en la Guerra de Malvinas uno de los dos submarinos relativamente modernos que tenía el país, el ARA San Luis (comprado a la alemana Howaldtswerke-Deutsche Werft-HDW) aunque estaba mal de mantenimiento tuvo que ir al combate sin computadora de tiro y con torpedos que no funcionaban.

“Lo increíble –­dice Popeye renovando tabaco en la pipa– es que así y todo el San Luis disparó tres torpedos a dos naves inglesas que se dijo sin causarles daño. Pero todavía muchos creemos que aquel 4 de mayo de 1982 el San Luis sí surtió a una nave inglesa con un torpedo antisubmarino MK-37, aunque la Royal Navy jamás lo admitió”. Y guiñando un ojo a Olivio, sonríe y añade: “Como es también increíble que el San Luis se bancara 864 horas de inmersión y más de 200 cargas de profundidad y torpedos de rastreo, sobreviviendo pegado al fondo, que es bastante bajo e indetectado por decenas de sonares embarcados y sensores magnéticos de los ingleses. Como el héroe que era, volvió con un solo motor a la base de Marpla, y al amarrar el motor se detuvo para siempre”.

En cuanto a su par, el ARA Salta –susurra Olivio– “no combatió a causa del chirrido de un eje de hélice que no se pudo remediar, pero aún así luchó a su modo, ensayando tiro en aguas bonaerenses hasta que se le trancó un torpedo activo en el tubo de lanzamiento y la carga explosiva no estalló de puro pepe”.

Por su parte, el viejísimo ARA Santa Fe, un submarino norteamericano clase Balao, de 1944 y con fallas múltiples e intratables, trató de desembarcar infantes de marina en Grytviken, isla San Pedro, en las Georgias del Sur. Pero lo atacaron a misilazos en superficie y como con esos buracos le fue imposible huir en inmersión, el capitán logró encallarlo junto al muelle de Caleta Vago, donde lo capturaron los ingleses.

Evidentemente, salvo el coraje de las tripulaciones falló todo, en contraste con el desempeño británico: bastó con que el HMS Conqueror hundiera al crucero ARA General Belgrano para que todas las unidades de la Flota de Mar debieran ponerse a salvo en Puerto Belgrano hasta el fin de la guerra.

Pasados los años, y en el mundo actual, es obvio que el gobierno francés sabe que la Argentina no podrá pagar los 3 Scorpene encomendados, pero eso no los inquieta: Francia tendrá décadas para resarcirse recibiendo capacitados docentes, médicos y estudiantes argentinos, y acaso explotándolos como Alemania desde 2009 a sus homólogos griegos.

Lo que el balance de Malvinas devuelve es una máxima simple y contundente: no se puede reparar bien lo que no has construido. “Por eso en Brasil ­–dice Popeye–, construyen y navegan esas naves para defender y simultáneamente potenciar a su país. Nosotros en cambio vamos de cabeza al modelo griego”.

De donde queda claro que las transferencias de tecnología deben ser siempre bienvenidas, pero no de países con los que se tienen hipótesis de conflicto. Y Francia está en el mismo club que el Reino Unido: la OTAN.

Y además hay modos mucho peores de perder posiciones: en 2017 murieron innecesariamente 44 tripulantes por salir de patrulla con un submarino mal reparado: el segundo ARA San Juan, que era un excelente TR-1700 llegado al país en 1986, navegando desde Alemania después de Malvinas, igual que el nuevo Salta en 1988.

Diseñados en Alemania en tiempos de Massera, íbamos a tener 6 de ellos, 2 llave en mano y 4 hechos en el país, en el astillero Domecq García. Pero en 1993 y a pedido de Inglaterra, a ese astillero lo cerró Carlos Menem.

Lo reabrió Néstor Kirchner en 2006, con el nombre de “Almirante Storni”, pero se encontró con que las impresionantes máquinas compradas en Alemania ya habían sido vendidas como chatarra por patotas menemistas, y resultaba casi imposible reunir ingenieros y técnicos navales especializados en submarinos.

Y si sobre llovido, mojado, tras el hundimiento del ARA San Juan el Ministro de Defensa de Mauricio Macri, Oscar Aguad, decidió dejar a su gemelo, el ARA Santa Fe, a medio reparar y lo dio de baja junto con el ya viejísimo ARA San Luis original, que había sobrevivido a 200 cargas de profundidad británicas pero no podía sobrevivir a lapiceras ministeriales que daban de baja todo propósito de mantener, reparar y fabricar submarinos en astilleros propios.

Es indudable que la Argentina necesita con urgencia un astillero donde construir submarinos en lugar de comprarlos llave en mano. Sobran técnicos capacitados pero falta reconstruir la industria de defensa que la Argentina supo tener entre 1927 y 1989. Y que con la nuclear fueron las industrias más industrializantes, por la longitud y sofisticación de la cadena de proveedores privados y las decenas de miles de empleos calificados que generó.

La desaparición de esa industria ­–concluyen los informantes– “ya nos hizo perder 2,4 millones de km2 de Mar Argentino, que deberían ser Zona Económica Exclusiva de nuestro país pero hoy pertenecen al Reino Unido. Lo inexplicable es que la Cancillería calla y de esto casi no se habla en los medios”.



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