En las últimas semanas parece pintar, en el horizonte político y social, un clima de escepticismo que recorre a la Argentina, emparejado y en antagonismo con la esperanza, que es otro clima intenso pero hoy bastante cascoteado por acontecimientos, decisiones y estilos de la política local.
La cual parece sobrada de mediocres que afectan el pensamiento y la lectura, y también la consideración, la paciencia y hasta el buen estilo, como cuando se ve en la tele a una provocadora diputada –la Señora Lilia Lemoine– alineada con la horda machista de legisladores del PRO y la LLA que han convertido al Parlamento en escenario de insensateces y vanidades de cipayos.
Por suerte y en clara oposición, y aunque proviene del mismo almácigo derechoso, fue refrescante ver en la tele a otra legisladora de cepa mileísta –la Señora Florencia Arrieta– quien al menos por honestidad intelectual expresó, lagrimeante, todo lo contrario y con posiciones elementales pero sinceras.
La cautela, como virtud política, es tan determinante como su antónimo la audacia, y también reluce en esta tierra generosa que hoy soporta un clima de escepticismo generalizado que analistas y encuestadores definen como sobresaliente rasgo de época de la sociedad argentina, cuya baja autoestima se relaciona directamente con las provocaciones y corruptelas de los dizque “libertarios”.
Lo cierto es que la esperanza de buen futuro, siempre y en todos los planos, constituye el mejor marco para los proyectos colectivos. Y el pueblo argentino bien lo sabe porque fue esa expectativa la que hace un siglo y medio convocó a originarios e inmigrantes llegados de las más diversas latitudes, para que en un fabuloso territorio y en poco más de un siglo se constituyera una Patria que la inmensa mayoría del pueblo argentino ama y sólo minorías cipayas rechazan, ofenden y lastiman.
Cierto que emigrar, huir, exiliarse o como se llamen las radicaciones en tierras foráneas, es siempre y también un recurso ilusorio, sobre todo porque idealiza y colma de esperanzas a nietos y bisnietos de los inmigrantes precursores del Primer Centenario, quienes ahora disponen de fabulosas tecnologías y oportunidades para sobrevivir en el ya no tan pacífico ni amical planeta Tierra.
Acaso por esos motivos, ahora también se consideran destinos migratorios los de “aquí nomás”, o sea países limítrofes como Chile, Paraguay, Uruguay o Brasil, cuyas organizaciones internas se ven mucho más amigables que los laberintos de la economía y la burocracia argentinas.
El proceso de globalización facilita hoy los contactos y habilita vías inmediatas de comunicación que vuelven menos penosa la separación de familiares y amigos, lo que es importantísimo en aquellos casos en los que es forzoso reconocer que los argentinos en algunos países no siempre somos bienvenidos.
Esos contextos contribuyen también al clima de escepticismo generalizado que hoy recorre la Argentina, donde desde la política y la economia se definen reglas, situaciones y climas a menudo insoportables, que deterioran y perturban las convivencias. Así, la gran mayoría de nuestro pueblo sobrevive enervada por la permanente crisis económica que siempre va en desmedro del trabajo y la convivencia, sobrada de acontecimientos y decisiones que afectan al pensamiento, la lectura, la consideración y la paciencia. Por eso el pueblo argentino, muy mayoritariamente, vive en estado de escepticismo generalizado.
Y es que nada es más negativo para una sociedad nacional que la rebajada autoestima, que en muchos casos influye y determina decisiones trascendentes.
Como las que toman quienes deciden irse del país y lo primero que tienen a mano son sus íntimos hartazgos y frustraciones. Que los llevan a bajar los brazos y soñar con otros horizontes.
Por supuesto que todo lo antedicho es materia opinable, lo que es tan cierto como que la esperanza de buen futuro constituye el mejor marco para todo proyecto personal o colectivo. Y precisamente los argentinos bien sabemos que fue esa expectativa la que durante un siglo y medio convocó a gentes venidas de las más diversas latitudes a nuestro maravilloso territorio.
Fueron miles, millones, quienes llegaron a estos sures buscando refugio, trabajo y futuro en la inmensidad de nuestras pampas, playas, montañas y praderas donde lograron asentarse formando familias y organizando pueblos. Así fue como la República Argentina recibió inmigrantes de todo el planeta, que poblaron territorios y se afincaron con pobladores y originarios de otras latitudes.
Desde tiempos inmemoriales, toda emigración es primero y ante todo una esperanza, pero ahora en un mundo infinitamente más complejo y plagado de feroces guerras activas que por momentos parecen a punto de ser mundiales e interminables. En esos contextos los puestos de trabajo son menos atractivos que hasta hace algunos años, y las migraciones son más conflictivas y sobre todo de difíciles legalizaciones. Hoy a Europa llegan africanos y albaneses, azeríes y norsaharianos, orientales y ucranianos fugitivos, y no siempre son bienvenidos.
Y como son fama además las dificultades migratorias para radicarse en los Estados Unidos, Canadá y otros países, quizás por eso en Nuestra América, como la llamó José Martí, hay tantos migrantes a destinos diversos además de los tradicionales países limítrofes como Paraguay, Uruguay y Brasil, cuyos sistemas y órdenes internos suelen parecer más amigables.
También es claro que si bien la globalización facilita los contactos entre continentes y habilita vías inmediatas de comunicación que vuelven menos penosa la separación de familiares y amigos, siempre es arduo, y en ocasiones muy ingrato, admitir realidades diferentes. Que inexorablemente allí están y son ineludibles. Tanto que algunos países que tradicionalmente acogían argentinos por supuestamente mejor calificados, ahora y debido a sus propias crisis y al Narco Feroz, están cambiando sus políticas inmigratorias.
Hoy las migraciones constituyen una nueva realidad, que entre otras características devuelven a Europa a muchos nietos y bisnietos de los sufridos e ilusionados inmigrantes venidos antes, durante y después del Primer Centenario. Como también hay promoción de oportunidades de trabajo y vida en países como Australia, Canadá o Islandia, y también destinos más parecidos a nosotros y algo más accesibles, como Chile, Paraguay, México o Brasil.
Lo cierto es que si bien el proceso de globalización facilita contactos entre continentes y habilita vías inmediatas de comunicación que vuelven menos penosa la separación de familiares y amigos, siempre es costoso admitir realidades diferentes y desconocidas, y por eso las adaptaciones pueden ser arduas además de ineludibles.
Volver hoy la mirada hacia
otras épocas en las que la esperanza de futuro incluía estímulos para construir
países, puede resultar un ejercicio de memoria provechoso. Pero también puede
ser ejercicio inútil, doloroso
romanticismo o nostalgia pavota. De donde lo mejor estará siempre en el buen
resultado de nuestra conciencia cívica y el reconocimiento de que sólo esa
conciencia y la lucha cotidiana construirán un país mejor. Para algún día
volver a ser tierra de promisión y de esperanzas.