por qué los líderes inseguros se autodestruyen


17 de agosto 2025 – 15:24

El exceso de ego en el liderazgo no es fuerza, sino carencia. Detrás de la fachada de poder suele esconderse la inseguridad de quien no logró cimentar una autoestima sólida.

Detrás de la fachada de poder suele esconderse la inseguridad de quien no logró cimentar una autoestima sólida.

Las fallas de un liderazgo inseguro no arruinan solamente al entorno, como los propios líderes suelen creer. También terminan destruyendo sus carreras y, en muchos casos, sus vidas. La buena noticia es que existe la posibilidad de salir de esa dinámica: el ego desbordado no es una condena inevitable, sino un síntoma que puede corregirse si se reconoce a tiempo. Entender por qué sucede -y cómo se puede revertir- es clave para descifrar la paradoja del ego.

Un líder que se cree invulnerable no es un gigante, sino un niño disfrazado. Lo que solemos llamar “exceso de ego” es en realidad una carencia: la falta de cimientos internos que empuja a sobreactuar. Contra la intuición común, un ego equilibrado no nace de la desmesura, sino de la seguridad callada de una autoestima sólida.

La psicología social nos ofrece un marco para entenderlo. Erik Erikson, en Infancia y sociedad (1950), describió la importancia de la primera etapa vital: confianza frente a desconfianza. Allí se juega la matriz sobre la cual se edifica la personalidad. George Herbert Mead, en Mind, Self, and Society (1934), explicó que el yo se forma en la socialización primaria -familia y vínculos tempranos- y se reconfigura en la socialización secundaria -escuela, pares, instituciones-. Si esas etapas fallan, emergen grietas que en la adultez buscan compensación. El ego desbordado es muchas veces un grito de auxilio en clave de poder.

La socialización primaria es decisiva porque en el entorno familiar el niño aprende si el mundo es confiable, si el afecto es incondicional y si la palabra de los adultos tiene valor. Allí se forja la primera brújula emocional: un padre ausente, una madre sobreprotectora o un clima de violencia dejan huellas que luego se manifiestan como inseguridad, desconfianza y necesidad de reconocimiento externo. La autoestima que no se construye en la familia suele intentar suplirse más adelante con un ego ruidoso.

La socialización secundaria actúa como una segunda capa de formación. En la escuela y el colegio, el niño y el adolescente aprenden a compararse con otros, a competir, a obedecer reglas y también a rebelarse contra ellas. Los primeros años de vida independiente -estudio universitario, trabajo inicial, amistades fuera del hogar- refuerzan o corrigen lo que se aprendió en casa. Un entorno escolar que ridiculiza en lugar de acompañar, o un primer jefe que humilla en lugar de guiar, pueden reforzar inseguridades. Por el contrario, la experiencia de pertenecer a un grupo que valora la diferencia y reconoce méritos puede reparar vacíos previos y cimentar autoestima.

Compensar esas fallas es posible. Charles Cooley, en Human Nature and the Social Order (1902), planteó el concepto de “espejo social”: nos vemos a través de cómo creemos que nos ven los demás. En la adultez, este espejo puede corregirse con mentoría, terapia o comunidad. Albert Bandura, en Self-Efficacy: The Exercise of Control (1997), mostró que la autoeficacia -la confianza en la propia capacidad para actuar- es la palanca que permite reconstruir autoestima cuando los cimientos iniciales fueron débiles. Claro que algunos líderes prefieren no mirarse en ese espejo: temen descubrir que detrás de la corona o del escritorio solo hay un rostro inseguro.

En el terreno político y empresarial, estas dinámicas se vuelven decisivas. Los líderes inseguros, necesitados de halagos, suelen rodearse de obsecuentes que refuerzan sus delirios. Nerón y Séneca encarnan esta tragedia: un discípulo incapaz de escuchar al maestro. Lo mismo sucedió con Enrique VIII y Tomás Moro: el rey prefirió decapitar al consejero incómodo antes que confrontar sus inseguridades. Platón en Siracusa fracasó por idéntica razón: un gobernante incapaz de escuchar es un muro, no un interlocutor. El problema es que los muros, por muy altos que sean, terminan cayéndose encima de quien los levanta.

Nerón se hundió en la locura, Enrique VIII quedó atrapado en una sucesión de fracasos matrimoniales y guerras, y hasta en el mundo corporativo los grandes CEO narcisistas suelen caer estrepitosamente cuando los aduladores dejan de sostenerlos. El ego desbordado es un pésimo seguro de retiro.

En contraste, los líderes con autoestima firme toleran voces disidentes. Abraham Lincoln, como recuerda Doris Kearns Goodwin en Team of Rivals (2005), construyó un gabinete con sus críticos más duros porque confiaba en sí mismo lo suficiente como para no necesitar aduladores. Nelson Mandela, con una autoestima templada en años de cárcel, pudo escuchar, perdonar y construir consensos. No necesitaba hinchar su ego: su fuerza interior lo sostenía.

La elección entre asesores sinceros y obsecuentes no es menor: define el destino de un liderazgo. Isaiah Berlin mostró, en Freedom and Its Betrayal (2002), cómo la incapacidad de aceptar la crítica ha hundido proyectos políticos que parecían inconmovibles.

En última instancia, lo que arruina al líder no es un ego demasiado grande, sino un vacío demasiado profundo. Porque quien no puede sostenerse a sí mismo necesita que lo sostengan los aplausos.

Analista y Director de mentorpublico.com


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