El odio vive, se alimenta. Está, siempre está. Se construye sobre la convicción de que el otro es una amenaza. Hablamos del espantoso mundo que viene como si no vayamos ciegos a su encuentro. No basta con desfascitar las instituciones, antes hay que desfascistar el lenguaje. Ese coro de voces endemoniado que normaliza lo que nunca debió ser normalizado.
Se necesita un poco de aire para respirar, venga de donde venga, de la patria que sea. La velocista polaca Ewa Swoboda ganó en 2019 una prueba saludando con la mano derecha. Lo rectificó de inmediato, pero el gesto no pasó inadvertido en su país. Extremistas de ultraderecha comenzaron a difundir en redes sociales el “guiño” y sus carreras, especialmente aquellas que superaba a atletas negras. En este nuevo orden mundial de replicantes vigilados, agrupaciones de mujeres asociadas al partido de Ley y Justicia la encumbraron como símbolo de la nueva mujer polaca, enmarcada en la trilogía de Dios, Familia y Propiedad.
Lo curioso del caso es que la atleta nunca estuvo vinculada a espacios de extrema derecha, pero como sucede en Las Vegas, lo que se dice en las redes se queda en las redes. La firma de una solicitada en favor del aborto logró “equilibrar” la imagen de Swoboda. Pero algunas de aquellas asociaciones de mujeres que la encumbraron en un primer momento, se sintieron traicionadas y comenzaron a exacerbar su odio contra la velocista. Un odio, que a buen seguro, ya lo tenían en cantidades ingentes. Mujeres que odian a mujeres bajo el dogma de una sola identidad blindada y excluyente. Lo que algunas psicoanalistas con perspectiva de género han identificado como la progresiva masculinización de un importante número de mujeres, que bajo el paraguas de un supuesto empoderamiento identitario, imitan comportamientos que estaban tradicionalmente socializados a los hombres.
La igualdad por la que muchas mujeres luchan (esas mujeres odiadas por mujeres) tiene que ver con corregir precisamente la cosificación del otro, sea hombre o mujer, a favor de unas relaciones personales profundas, donde el semejante no sea considerado un mero objeto, fragmentado y funcional, un producto diseñado para el uso. La igualdad es respeto por la diferencia, es caminar hacia una convergencia de géneros que trascienda los mandatos y los roles hasta subvertirlos.
De mujeres que odian a mujeres, en nuestra aldea habitan unas cuantas. Nuestro “pitbull” particular, Patricia Bullrich, encaja muy bien con la retórica hiperhormonada del supremacismo masculino y heterosexual. Para la ministra la culpa la tiene la mujer emancipada, que se ha desviado de su natural papel de madre y ama de casa. Ya se sabe, se empieza azuzando el espíritu de venganza contra las conquistas de la mujer, y se acaba pisoteando alegremente los derechos sociales de todo un país.
Caminamos hacia un horizonte donde las bondades del cuidado de los vínculos, la atención a los afectos, la empatía, la humanización del otro, se exportan como valores. La mujer viene de un largo silencio, duro, concreto. Necesita un nuevo modo de narrar, de mirar, de sentir, de interpelar lo mirado; que neutralice en parte la perplejidad, el odio, el miedo y la deriva. Abarcamos más mundo cuando hablamos del otro, desde un proyecto colectivo, de consenso, asomados a un balcón con capacidad de soñar otra realidad, más justa, menos desigual, intentando corregir los abusos de este capitalismo crepuscular.
(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón mundial 1979